Desde que James Watt inventó la máquina de
vapor y Edmund Cartwright el telar mecánico en el siglo XVIII, existe un
antagonismo permanente, variable en su intensidad a lo largo del tiempo, entre
la clase trabajadora y el empleo de máquinas en la industria, con
manifestaciones que en algún caso revistieron carácter dramático.
Los trabajadores ven en las máquinas un
enemigo peligroso que les arrebata su modo de vida. En la medida en que se
incrementa la mecanización de las tareas disminuyen las oportunidades de
empleo.
Es una paradoja que el progreso de la
técnica redunde en perjuicio de los trabajadores por oposición de intereses,
como una característica propia del capitalismo, el cual, una vez colapsada la
Unión Soviética se impuso en casi todo el mundo, incluidos los países
nominalmente comunistas, tales como China o Vietnam.
Los empresarios intentan poner en el
mercado bienes y servicios a bajos precios para vencer la competencia y favorecer
el consumo masivo y lograr así las mayores ganancias. Para conseguirlo han de
abaratar los costes de producción y a tal fin emplean máquinas que, al
contrario de las personas, no enferman ni piden vacaciones.
Ocurre, sin embargo, que si el proceso de
sustitución se generalizase la consecuencia sería una mayor dimensión del paro
con la consiguiente pérdida de poder adquisitivo de los consumidores, con lo
cual el empresario no podría dar salida a sus productos y estaríamos ante una
crisis de oferta, como la que por diversos motivos estamos viviendo. Por mucho
que se redujeran los precios no habría compradores. Independientemente de otros
factores, la situación refleja lo que sucede en la UE con 26 millones de
desempleados de los cuales el 25% son conciudadanos nuestros, y con ello, el
desaprovechamiento de la capacidad productiva y achatarramiento de industrias y
el cierre de negocios.
Como los conocimientos se multiplican y los
inventores no descansan, el progreso técnico es imparable y nada hará que se
detenga. En los últimos tiempos el proceso se ha agudizado extraordinariamente
a impulso de los avances espectaculares registrados en materias como la
electrónica, la robótica, las TIC (técnicas de información y comunicación) e
Internet, que llevan a la automatización de muchas industrias a un ritmo cada
vez más acelerado que ha conseguido aumentar exponencialmente la productividad
del trabajo. Pensemos en la que se registraba en la fabricación de automóviles
hace veinte años y la que se logra ahora. Otro ejemplo es el empleo de
gigantescas tuneladoras que perforan montañas que antes requerían el concurso de
muchos operarios en condiciones de peligro, causante de accidentes laborales.
El funcionamiento de estas máquinas pesadas requiere pocos trabajadores muy
formados. Gracias al empleo de esta maquinaria, la construcción de grandes
infraestructuras como autopistas o ferrocarriles se realiza en menos tiempo,
menos accidentes y menos mano de obra.
Ultimamente la automatización cobra mayor
rapidez y amplitud. El empleo de sensores o chips conectados a un centro tiene
múltiples aplicaciones industriales y ya se cuenta con máquinas controladas por
otras máquinas. Son un ejemplo los artefactos enviados a Marte dirigidos desde
un centro en Tierra. Chips conectados a Internet permiten monitorizar servicios
como la red de semáforos de tráfico o el sistema de alumbrado público. La
hazaña más reciente la hemos vivido el 12 de julio por televisión al ver como
un avión no tripulado se posaba solo en un portaaviones norteamericano.
Uno de los cambios más espectaculares es el
que afecta a las telecomunicaciones que deja obsoletos los sistemas empleados
anteriormente. Es lo que el econonomista austriaco Joseph Schumpeter llamó
destrucción creativa del capitalismo que elimina unos empleo y crea otros, pero
los nuevos son muchos menos que los que se pierden. El profesor de la London
School of Economics, Carsten Sorensen, señala como muestra que las grandes
compañías de la nueva economía (Apple, Google, Facebook y Amazon) ocupan a 219.191
empleados, en tanto que solo Volkswagen, la mayor empresa automovilística
europea, da trabajo a 552.425 personas.
Los efectos de esta “tercera revolución
industrial” como la bautizó Jeremy Rifkin conducen a un futuro próximo en el
que el trabajo será un factor escaso cuyo desempeño exige un alto nivel de
formación y especialización. Los trabajadores no cualificados tendrán pocas
oportunidades y el paro masivo será un problema permanente de difícil gestión.
Lo que ello significa lo ejemplifican los 48 millones de desempleados de la
OCDE. La consecuencia inevitable será el aumento de la inestabilidad social y
la pérdida de peso de las rentas salariales respecto de las del capital.
En esta situación no será fácil conciliar
la fuerza creadora de riqueza que caracteriza al capitalismo con la capacidad
distributiva que se espera de la democracia. Si no se consigue la adaptación,
estaremos ante una sociedad dual, con una minoría de superricos y la mayoría de
la población con escasos ingresos. Los cambios en el mercado de trabajo darán
lugar a un grupo relativamente pequeño de técnicos especializados con alta
retribución y a otro mucho mayor sin esa preparación con bajos salarios.
El nuevo paradigma estará marcado por una
enorme masa de parados, una profundización de la desigualdad social con
presencia de una elite plutocrática de familias multimillonarias y un Estado
mínimo a su servicio.
Este futuro imperfecto no es algo fatal e
inexorable. En la medida en que consigamos perfeccionar la democracia para que
responda a los intereses de la mayoría se podrán evitar los efectos perniciosos
que propiciaría la tendencia a la acumulación de la riqueza en poder de una
oligarquía.
Al convertirse el trabajo en un recurso
escaso, habrá que repartirlo y a tal efecto deberá reducirse la jornada laboral
y/o alargar el período de vacaciones. Al mismo tiempo será preciso crear nuevos
yacimientos de empleo en el campo de los servicios sociales (sanidad, educación
justicia, formación profesional, cuidados de la dependencia), y estableciendo
por ley el salario mínimo y máximo. Para financiar las nuevas prestaciones es
indispensable implantar un sistema fiscal que provea al Estado de los recursos
necesarios mediante una distribución equitativa de las cargas tributarias entre
los contribuyentes en función de sus ingresos. Evidentemente, la tarea no será
fácil porque se enfrentará a la resistencia de los intereses creados, y los
cambios exigirán un cambio de mentalidad que implica una experta y honrada
administración de lo público y la moderación del consumismo que nos esclaviza.
1 comentario:
Yo, aunque veo difícil que se llegue a una sociedad dual con unos pocos ricos y una gran mayoría pobre, sí veo una detestable tendencia a que el problema del paro se vuelva crónico, generando bolsas de pobreza en una parte de la población que lo padece de manera habitual, y no aportando soluciones verdaderas para ello. Quizá uno de los mayores problemas del actual sistema democrático es que es un sistema que permite que pueda haber un 40% de población deprimida, ya que mientras el otro 60% esté satisfecha, tendrán la mayoría y las cosas seguirán igual.
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