Mucho se ha escrito, y más que se seguirá
escribiendo, sobre la crisis que nos agobia desde su inicio en 2008, y sobre
las graves consecuencias que tiene en distintos órdenes de la vida.
Desde entonces, sus manifestaciones se han
ido haciendo más visibles y penosas durante este interminable período, sin que
se aprecien signos de haber tocado fondo. El paro laboral sigue haciendo
estragos después de la reforma que
abarató el despido, las condiciones de trabajo de quienes han tenido la suerte
de conservarlo han empeorado a ojos vistas, el consumo se ha hundido, muchos
millones de españoles se han empobrecido, y no saben como llegar a fin de mes, la
solvencia de los bancos sigue en entredicho a pesar de haber recibido 40.000
millones de euros prestados por la UE, y el grifo del crédito sigue cerrado, en
tanto la pequeña y mediana empresa ve con impotencia como se suceden las
quiebras y los cierres de establecimientos, con la tragedia añadida de quienes
se ven desahuciados por no poder pagar la hipoteca o el alquiler al haber
quedado sin ingresos. Como resultado de todo ello, la actividad económica se mantiene
en recesión en los dos últimos años, sin que se avizore la reactivación.
Para hacer más insoportables las
dificultades sobrevenidas, nos enteramos cada día de nuevos casos de corrupción
en los que están implicados cientos de políticos elegidos con nuestros votos,
los cuales, en lugar de administrar con probidad los impuestos, los filtraron a
sus bolsillos con insaciable avidez. Nuestro sistema político rezuma perversión
y codicia en dosis asfixiantes.
Lo primero que hay que reconocer es que el
tratamiento de la crisis dado por nuestros gobernantes es más errado que
experto, más ideológico que correcto, más injusto que ético. Todo ello abona
que los banqueros y supervisores, causantes del desastre, vivan en sus
mansiones disfrutando de indemnizaciones millonarias y pensiones de fábula que
se autoconcedieron. Los nuevos impuestos recaen sobre las débiles economías de
trabajadores, pensionistas y clase media, mientras las grandes fortunas
disfrutan de tratamiento fiscal privilegiado, y para colmo, el Gobierno ofreció
una amnistía a los defraudadores. Como lógico resultado, la élite más rica se
fortalece y el número de pobres se multiplica. Por si faltara algún escándalo
más que añadir a la serie, un informe elaborado por la Autoridad Bancaria
Europea, hecho público el 15 de julio, desvela
que 125 directivos de banca cobraron en 2011 un promedio de 2,4 millones
de euros, lo que equivale a 266 veces el salario mínimo. Atrás quedaron,
perdidas en la niebla, promesas de refundar el capitalismo, acabar con los
paraísos fiscales o crear una sociedad europea de evaluación de riesgos que nos
liberaría del oligopolio que ejercen las cuatro estadounidenses (Standard and
Poors, Fitch y Moodys).
Mientras tanto, dormitan en el limbo de los
justos una auténtica reforma fiscal, leyes que garanticen la representatividad
de la democracia, financiación y transparencia de los partidos políticos,
nacionalización de los bancos y cajas de ahorros rescatados con fondos
públicos, y tantas otras que racionalicen y modernicen la Administración del
Estado.
Como siempre conviene buscar el lado bueno
de las cosas para no caer en la depresión y el derrotismo, pienso que es
posible transformar una desgracia en una oportunidad si reaccionamos
positivamente con oportunidad y decisión.
Las anomalías expuestas, por llamarlas de
alguna manera, nos llevan a una sociedad española fracturada y angustiada que
clama contra la injusticia y el fraude. Si, como se afirma, toda acción produce
una reacción igual y contraria, cabe esperar una catarsis en forma de
revolución cívica pacífica que arremeta democráticamente contra los abusos del
poder y la ola de corrupción que nos ahoga. Un augurio del cambio que se espera
podrían ser los movimientos ciudadanos como el del 15-M o la PAH (Plataforma de
Afectados por las Hipotecas) que logró reunir millón y medio de firmas para
llevar al Parlamento la ILP (Iniciativa Legislativa Popular) presentada en
febrero para pedir una nueva legislación que, entre otras demandas, exigía la
dación en pago. Esta iniciativa hubo de ser retirada al aprobar el Gobierno una
ley que burlaba las peticiones presentadas.
Solo un giro de 180 grados que repare las
injusticias que sufren los más débiles, que nos haga a todos más razonables,
más moderados, más tolerantes y más solidarios, podrá conjurar la alternativa
de un estallido social del que deberíamos estar curados después de la locura
iniciada un nefasto 18 de julio de 1936. Conservemos, a pesar de todo, la
esperanza de que triunfe la razón sobre la cerrazón de unos y la violencia de
otros.
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