El continente africano, considerado la cuna
de la humanidad, vive una situación caótica y dramática que viene de atrás, sin
que, desgraciadamente, presente signos de mejoría ni se vea la luz al final del
túnel.
En distinto grado según los países, porque
existen muchas Africas, pero con características comunes, afectan a la mayoría
las plagas naturales y las sociales. Entre las primeras están las graves
sequías seguidas de inundaciones, la desertización, la langosta, a las que se
suman enfermedades endémicas como el paludismo, la tuberculosis y el sida. Tan
endémica como estas patologías es la inestabilidad política, donde proliferan
las dictaduras que dan origen a frecuentas golpes de Estado y a la existencia
de milicias, guerrillas y grupos armados a los que ha venido a sumarse el
terrorismo de Al Qaeda. En conjunto, el respeto a los derechos humanos deja
mucho que desear. El resultado de estas desgracias es la pobreza que se
manifiesta en un bajo nivel sanitario y la corta esperanza de vida.
El signo de más vitalidad, que
paradójicamente se convierte en fuente de problemas, es la desbordante
natalidad que convierte al continente el segundo más poblado, después de Asia.
Las únicas regiones con una relativa
estabilidad política y mayor tasa de desarrollo económico están en los extremos
norte y sur. Al norte del Sahara la población es mayoritariamente árabe y
religión musulmana, si bien el desarrollo de la llamada “`primavera árabe” no
ha significado la paz social. Al sur del desierto de Kalahari la nación más
importante es la Unión Sudafricana, patria del admirado Nelson Mandela.
Sin ánimo de generalizar porque sería
injusto, la situación es crítica y en muchos casos, tiende a empeorar. Somalia,
Nigeria, Liberia, Sierra Leona, Zimbabue, Sudan, son algunos de los nombres que
aparecen con más frecuencia en los medios de comunicación asociados a
situaciones de violencia o cambios de gobierno por actos de fuerza. La democracia
como forma de gobierno no ha arraigado en África. La consecuencia es la
aparición de algunos Estados fallidos.
La actitud de los países desarrollados en África
es dual y poco ejemplar. Por un lado expolian los tesoros minerales (oro,
hierro, cobre, coltan, diamantes) con la connivencia de gobiernos corruptos;
por otro, envían misioneros y ONG y alimentos en situaciones de emergencia que
hunden la producción autóctona y se olvidan después de lo que allí ocurre.
Estas ayudas a fondo perdido tienden a convertir a los beneficiarios en
pedigüeños. Otras veces se les venden alimentos básicos como trigo, arroz y maíz
con precios subvencionados con los que no pueden competir los productores
indígenas y refuerzan la situación de dependencia. Y lo que es peor, se les
venden armas a los gobiernos y a los grupos disidentes que favorecen la
anarquía.
Últimamente China ha intensificado sus
relaciones comerciales con diversos países para comprarles materias primas a
cambio de obras de infraestructura. También compran grandes extensiones de
terreno agrícola para abastecer de alimentos a la población china.
La historia de la relación de Europa y África
es la muestra de un desencuentro permanente en la que el segundo continente
llevó la peor parte. Primero estuvo marcada por la cruel e inhumana captura de
esclavos a la que siguió la colonización que llevó a la explotación del
territorio y de los africanos. Después, a partir de 1960 se desarrolló el
proceso de independencia de forma atropellada y sin ninguna preparación o
reparación previa que asegurase la viabilidad de los nuevos Estados cuyas
fronteras fueron trazadas con regla y cartabón sin respetar la homogeneidad
étnica.
El resultado inevitable fueron las luchas
tribales, la inestabilidad política y las dictaduras. La independencia supuso
el salto de la Edad Media a la modernidad que para muchos pueblos
significó pasar de la explotación
colonial a dictaduras o gobiernos corruptos
al servicio de multinacionales sin atender a la creación de servicios públicos
eficientes de sanidad y educación ni reformas que propicien el progreso
económico y social. Para muchos países la democracia fue un sueño imposible
porque no prospera con saltos en el vacío.
La situación se tornó más compleja porque
los gobernantes indígenas se toman en serio el principio de la soberanía
nacional para rechazar cualquier intento de asesoramiento o de ayuda
condicionada, so pretexto de injerencia en sus asuntos internos.
Un ejemplo reciente muestra la problemática
coexistencia de las normas del derecho internacional con las mentalidades de
muchos líderes africanos. Me refiero a Kenia, un Estado relativamente bien
asentado y occidentalizado.
Desde el pasado 9 de abril ejerce la
jefatura del Estado como cuarto presidente de la República Uhuru (que en
suajili significa “libertad”) Kenyatta, de 52 años, hijo de Jomo Kenyatta,
padre de la independencia, miembro de la tribu kikuyu, la más numerosa de las
71 que conviven en el país, la cual gobierna desde hace cuarenta años. Este
político fue elegido en las elecciones del 4 de marzo, desarrolladas
pacíficamente, pero no así las de 2007 donde la violencia étnica provocó 1.300
muertos, de los que el Tribunal Penal Internacional responsabilizó, entre
otros, a Uhuru Kenyatta, el cual debería ser procesado en La Haya, pero ello no
fue obstáculo para el éxito de su campaña electoral, de modo que el verdadero
perdedor fue el TPI que ya no podrá juzgarle. El candidato derrotado fue Raila
Odinga, de 68 años, ingeniero por la Universidad de Leipzig (Alemania),
millonario e hijo del que fue primer vicepresidente. El TPI no parece ofrecer
mucha confianza al electorado keniano.
Por más difíciles que sean las condiciones
de vida en África, la comunidad internacional no puede arrojar la toalla, tanto
por razones de justicia y solidaridad como por conveniencia propia, pues no en
vano la globalización ha transformado los problemas locales en internacionales
que nos afectan a todos como pone de relieve la emigración descontrolada a los
países europeos a la búsqueda de un futuro que les niegan sus países de origen.
Esta huida en condiciones harto penosas constituye un problema de difícil
gestión.
Occidente debe racionalizar su ayuda y
asesoramiento, procurando corresponsabilizar a los socios y fomentar las
relaciones tanto mutuas en condiciones justas como también las internacionales
interafricanas, de modo que la Unión Africana fundada en 2002 cumpla sus
objetivos y despierte la esperanza de un mejor porvenir. La colaboración
debería intensificarse en materia de educación y sanidad así como en el combate
de las enfermedades endémicas y en la mejora de los métodos de cultivo,
respetando las tradiciones indígenas. Los beneficiarios por su parte deberían
dar seguridad jurídica a las inversiones económicas.
De la incorporación de África al mundo de
la convivencia pacífica, el progreso y la justicia social saldríamos todos
beneficiados. El éxito estaría asegurado si ambas partes trabajaran con
horizontes planetarios. Hay mucho que mejorar para que no ocurra como ahora en
que 30 millones de kilómetros cuadrados y cerca de 1.000 millones de habitantes
produzcan algo menos que 360.000 kilómetros cuadrados y 80 millones de alemanes.
2 comentarios:
Hola Pio. ¿Me equivoco al recordar que hace años participaste en una iniciativa de ayuda al continente africano? Cuéntanos algo de eso.
Tienes razón a medias. Mi relación con Africa se ciñe a que durante doce años estuve como presidente de la Asociación "Axuda o Sahara" con la dedicación de facilitar ayuda a los saharauis que malviven desterrados en territorio argelino desde 1975. Esto es todo a menos que te interese entrar en más detalles.
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