Si
como suele admitirse, las crisis económicas como la que actualmente padecemos,
son patologías que alteran y distorsionan el funcionamiento del sistema
económico, hemos de aceptar que para superarlas hemos de aplicar métodos
adecuados que permitan pasar de la depresión al optimismo razonable. Al igual
que ocurre con las enfermedades humanas, la curación de las económicas puede
intentarse con distintos remedios y el éxito dependerá del acierto en la
elección.
Así como el médico puede elegir el
tratamiento entre la homeopatía y la cirugía, según el diagnóstico, el político
escogerá las medidas que estime más ajustadas a su ideología. De aquí arrancan
las líneas generales de la política anticíclica que respondan a sus convicciones
o intereses. La diferencia está en quien debe soportar los costes de las
reformas inevitables, si los deben pagar los pocos que tienen mucho o los
muchos que tienen poco. De la elección dependerá que aumente o disminuya la
desigualdad social.
Las medidas de política económicas
implementadas por el gobierno socialista primero y acentuadas después por el
del PP, no solo son antisociales sino
que resultan ineficaces, lo cual explica el descrédito de ambas formaciones como evidencian las
sucesivas encuestas de opinión. Y no vale acusar a Alemania de ser la causa de
nuestros males, pues si como un mal galeno prescribe dosis excesivas de
austeridad, también recomienda la implantación de reformas que, o brillan por
su ausencia o adolecen de un marcado sesgo ideológico neoliberal que la
experiencia muestra ineficaces a la vez que gravemente lesivas para la mayoría
de la población.
La alternativa de izquierda se propone
alcanzar dos objetivos simultáneos: reducción del gasto improductivo y aumento
de los ingresos públicos. El logro del primer objetivo implicaría la reforma de
la Administración, el recorte de cargos políticos y asesores, la disminución
del gasto corriente, la simplificación de trámites administrativos, revisión de
puestos de trabajo en el extranjero, reducción o supresión de televisiones
autonómicas y representaciones extranjeras, entre otras medidas de política
económica.
En materia de ingresos públicos, la clave
de arco es una profunda reforma fiscal progresiva que grave por igual las
rentas del trabajo y las del capital y haga hincapié en los impuestos directos
sobre los indirectos ya que estos últimos restringen el consumo e impulsan la
inflación. A ello habría que añadir la intensificación de la lucha contra el
fraude en las mayores empresas y las grandes fortunas en donde se oculta el 70%
de la evasión, de importe suficiente para eliminar el déficit del Estado.
Como gesto de solidaridad con los más
débiles, sería deseable que los cargos políticos se rebajasen, con carácter
temporal, sus sueldos y gastos de representación, así como los sueldos máximos de
los directivos bancarios y de las grandes sociedades, con especial mención de
los que prestan sus servicios en los bancos que han devenido propiedad del
Estado recortando estos por debajo de los autorizados en la actualidad.
Dado que padecemos una dura crisis de demanda
por la maltrecha capacidad adquisitiva que deprime el consumo, debería anularse
la última subida del IVA y aumentar las subvenciones a entidades sin ánimo de
lucro tipo Banco de Alimentos, Caritas o Cruz Roja para que puedan satisfacer
las necesidades más apremiantes de quienes han caído en la pobreza.
Una de las medidas más urgentes para
estimular el crecimiento es la de facilitar la concesión de crédito a las
familias, empresas y emprendedores. A tal fin, los bancos nacionalizados
deberían recibir del Instituto de Crédito Oficial (ICO) fondos públicos para
atender la demanda solvente.
En definitiva, hay que arbitrar medidas que
tras la salida de la crisis conduzcan a una aminoración de la desigualdad
social y que el 10% de la población no sea más rica y el 80% más pobre. Hay
alternativas en contra de lo que sostienen los economistas conservadores.
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