En una de sus acepciones, el Diccionario de
la Real Academia define la palabra corrupción como “vicio o abuso introducido
en las cosas no materiales”, y pone como ejemplo la corrupción de costumbres.
Nuestro ordenamiento jurídico reconoce y
ampara la existencia de figuras sociales que por su ambigüedad o por
contradecir la norma general aceptada (en este caso, la libertad de mercado) o
por su anomalía pueden asimilarse a formas corruptas.
Una
de ellas es la situación especial amparada por la ley de notarios y
registradores, que disfrutan de un doble “status”: como funcionarios y
empresarios autónomos, lo que les otorga un carácter privilegiado.
Como funcionarios públicos acceden al cargo
por oposición y son depositarios de la fe pública, pero ejercen su actividad en
despachos privados independientes, costean su funcionamiento, contratan a su
personal, y la cuantía de su retribución depende del número de actos administrativos
en que intervengan: formalización de documentos públicos e inscripción
registral de los mismos, respectivamente, funciones todas ellas propias de un
empresario privado.
El número de plazas está rigurosamente
limitado por lo que ejercen su función en régimen de monopolio que les
garantiza beneficios más que notables. Sin duda no mentía el jefe del Gobierno,
Mariano Rajoy cuando declaró que ganaba más como registrador que dedicándose a
la política. Notarios y registradores forman parte de la elite funcionarial sin
ser específicamente funcionarios.
Si la ley definiera con precisión su
personalidad jurídica, como funcionarios públicos se instalarían en oficinas
del Estado, y éste percibiría de los particulares las tasas reglamentarias por
la prestación del servicio.
Si, por el contrario, actuasen como
empresarios, perderían el privilegio del monopolio con lo cual se facilitaría la libre competencia y los ciudadanos podrían acudir a los profesionales que les infundieran mayor confianza. La libertad de elección redundaría en aumento de elevación a público de los contratos y su inscripción reforzaría la fuerza probatoria de los títulos en beneficio de la seguridad jurídica.
Cualquiera de las dos modalidades posibles
sería preferible al actual maridaje entre lo público y lo privado, cuya
permanencia solo se justifica por el mantenimiento de privilegios anacrónicos
que la sociedad rechaza por injustos y nocivos.
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