Una de las injusticias más persistentes
cometidas por la humanidad a lo largo de los siglos es el maltrato de que
fueron objeto –y son– las mujeres.
La
imputación puede hacerse extensiva a todas las sociedades, pero es paradójico
que las religiones en general y las monoteístas en particular, que pretenden
ser referentes morales, dan ejemplo de todo lo contrario, en lo que a la
subordinación y exclusión de la mujer se refiere.
Ateniéndonos al caso de la religión
católica, la discriminación que practica con el sexo femenino tiene mil
manifestaciones, siendo la más injusta además de despectiva, la que representa
la prohibición de la ordenación sacerdotal, so pretexto de razones carentes de
fundamento.
A este respecto, choca con la realidad el
mantenimiento de tal medida en una época que registra una tendencia imparable
al reconocimiento de la igualdad de derechos de ambos sexos.
Por ello resulta incomprensible que el papa
emérito Benedicto XVI al reformar el 15
de julio de 2010 el código para endurecer las penas de los delitos más graves
que pueden cometerse en el seno de la Iglesia, incluyera, junto a la pederastia
y la pornografía infantil, la ordenación sacerdotal de mujeres. Es una
equiparación que ofende la sensibilidad y rechaza el sentido común. Veremos si el nuevo papa elegido hace escasos días tiene algo diferente que decir al respecto.
El origen del menosprecio de la mujer es
muy antiguo y se apoya en prejuicios tan subjetivos como carentes de
justificación. La denigración de la mujer comienza en el Génesis, al establecer
que Dios creó a Adán y para que no se sintiera solo, le envió a Eva, a modo de
complemento de lo esencial. Esto se repite con la tesis de que el pecado de
Adán se produjo por instigación de Eva para que comiese la maldita manzana y
ser por ello expulsados del paraíso.
Aristóteles fue el primero en sostener la
inferioridad de la mujer en base a que tenía menos dientes que el varón, sin
haberse tomado la molestia de contar los de la boca de su esposa para no
incurrir en tan ridícula aseveración.
Tal vez la absurda observación aristotélica
dio pie a San Agustín, el más misógino de los santos, para hacerse la pregunta
en la “Ciudad de Dios” de que el diablo no se dirigió a Adán sino a Eva, y el
mismo se da la respuesta de que Luzbel se dirigió a la parte inferior de la
pareja humana porque creyó que el varón no sería tan crédulo.
El mismo San Agustín dirigió sus dardos al
sexo opuesto al atribuirle la causa de que el hombre fuese “un ser empecatado”,
juicio que se explica por su juventud disoluta y su desastrosa experiencia
sexual, como recoge en sus “Confesiones”.
Su intemperancia le llevó a expresar la
afirmación de que “el marido ama a la mujer porque es su esposa, pero la odia
porque es mujer”. Una verdadera temeridad.
A partir del obispo de Hipona asistimos a
un extenso florilegio de opiniones adversas al sexo femenino de hombres
canonizados como Santo Tomás, San Juan Damasceno o San Alberto Magno.
El “Doctor Angélico”, guía espiritual de
los católicos, opina que, “si el sacerdote fuera mujer, los fieles se
excitarían al verla, sin plantearse la reciprocidad de que las jóvenes se
excitasen en presencia de un cura guapo. Con una clara animadversión hacia la
mujer, considera que ésta es un varón fallido y sostiene que debe someterse al
marido como su amo y señor, que tiene “inteligencia más perfecta y virtud más
robusta”.
Para San Juan Damasceno, la mujer es “una
burra tozuda, un gusano terrible en el corazón del hombre, hija de la mentira,
centinela del infierno”. Es difícil imaginarse mayor injuria de alguien que
sería elevado a los altares.
Por su parte San Alberto Magno afirma que
“la mujer tiene la naturaleza incorrecta y defectuosa”. Con tan infamantes
juicios de los mejores pensadores católicos no pueden extrañarnos los excesos
dialécticos y comportamientos de machistas recalcitrantes.
Cuando una determinada situación, por
absurda, excluyente e injusta que sea, se mantiene mucho tiempo, se torna
normal, y se da la paradoja de que no solo es admitida y defendida por los
favorecidos o privilegiados, sino con no menor ahínco por quienes sufren las
consecuencias del desorden. Tal es el caso de las mujeres que, a pesar del trato
vejatorio de santos varones y que mantiene la jerarquía eclesiástica, son las
más fervorosas creyentes y llenan los templos y los conventos, en mayor número
que los frailes. Es inevitable evocar la actitud de quienes en India sufren los
rigores de la separación de castas y así los intocables no se oponen al orden
establecido por más inicuo que sea.
No le falta razón a la teóloga Uta Ranke
Heinemann al decir que de los innumerables pecados cometidos a lo largo de su
historia, de ningún otro deberían arrepentirse tanto las Iglesias como del
pecado cometido contra la mujer.
Tanto Juan Pablo II como su sucesor, han
pedido perdón por distintos hechos protagonizados por la Iglesia –los horrores
de la Inquisición y la persecución de Galileo- entre otras, empero Benedicto
XVI no mostró indicios de seguir el mismo camino con respecto a la conducta de
la Jerarquía con respecto al sexo débil.
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