En este año 2017 se cumple un siglo del
comienzo de la Revolución
rusa, y la efeméride da lugar a numerosos juicios, comentarios y opiniones en
torno a su importancia, influencia en la historia del siglo XX y las causas de
su extinción con la disolución del imperio soviético que le dio vida.
El estallido revolucionario se produjo el 8
de noviembre con el propósito de implantar un régimen comunista, pero, en
realidad, el comunismo nunca puso en práctica sus principios (eliminación de la
propiedad, inexistencia de clases sociales y abolición del Estado) porque la
ideología es una utopía, y ésta, por su naturaleza, es irrealizable. Su
plasmación choca con la naturaleza humana.
El comunismo nació como reacción a los
abusos del capitalismo, aunque éste es también una utopía que no pone límites a
la libertad económica, y su cumplimiento sería un retorno a la ley de la selva.
Ambos sistemas socioeconómicos son utópicos porque llevados a su extremo serían
impracticables, y nunca han sido puestos a prueba en su plenitud.
Para sus creadores y sus más acérrimos
seguidores, el comunismo es una especie de religión que promete el paraíso más
acá de la muerte, en contraste con las demás que lo posponen al mundo de
ultratumba. La ideología comunista exige que el salario se pague en relación
con las necesidades del trabajador, en tanto que su oponente defiende pagar a
cada uno según lo que produzca –supuesto que no se le pueda pagar menos-.
Para los comunistas la economía debe estar intervenida y dirigida por el Estado.
Los principios básicos del capitalismo incluyen el máximo respeto de la
iniciativa privada y la observancia de la libre competencia si bien en la
realidad no existe más que en la mente de sus interesados patrocinadores, así
como el mínimo intervencionismo de los poderes públicos.
Fracasado el comunismo, hoy nadie discute la
justificación de la vigilancia estatal en la economía para corregir las
desviaciones del mercado y sus efectos negativos en la sociedad. La cuestión no
resuelta hasta ahora en ninguna parte, es cuánto de libertad de mercado y
cuánto de regulación se precisa para el funcionamiento óptimo del sistema
económico. La respuesta tendría que deslindar las fronteras entre economía
liberal y economía socializada. Hay consenso en que actividades como la defensa
nacional y la justicia o el mantenimiento del orden público y del sistema
penitenciario son inseparables de los gobiernos, mas no otras de encaje
discutible entre las que podríamos citar la enseñanza, la sanidad, la
investigación científica, la banca, etc. El grado de intervención pública varía
de unos países a otros siendo, por lo general, más amplia con gobiernos de
izquierda y menos cuando gobierna la derecha. Lo único que la experiencia
muestra con claridad meridiana es que las dos fórmulas, llevadas a su extremo,
son inviables, o cuando menos resultan nocivas
para el progreso económico, la libertad y la justicia social. Surge como
fórmula intermedia la economía mixta que es la que rige en los países de
Occidente en regímenes de centro derecha o
socialdemócratas, pero esta aproximación no nos exime de acotar el
ámbito de aplicación de la iniciativa pública y privada.
Los fracasos del llamado realismo real que
tuvo vigencia en la Unión Soviética
y países subordinados quedaron certificados
el 9 de noviembre de 1989 con la
caída del muro de Berlín, pero, citando al economista, nada procomunista, Joseph Schumpeter,
“confundir los principios marxistas con la
práctica bolchevique es olvidar que entre ambos existe un abismo tan profundo como el que existió
durante la Edad Media
entre los humildes galileos y la práctica e ideología de los príncipes de la Iglesia y de los señores
feudales”.
Podrá
discutirse si la receta marxista es o no el bálsamo de fierabrás para los males
que aquejan a la humanidad, pero lo que sí parece claro, es que la terapia
liberal-capitalista no solo no cura al enfermo sino que le aumenta la fiebre.
Donde se implanta con mayor pureza aparecen y se ahondan las desigualdades
sociales entre la ostentosa opulencia de unos pocos y la pobreza de los más
débiles.
Admitiendo el fracaso del comunismo, ¿qué
podemos decir de los “éxitos” del capitalismo con sus crisis económicas
recurrentes cuyas consecuencias pagamos
todos los ciudadanos o la destrucción del medio ambiente?
¿Qué queda del comunismo en el siglo XXI?
Cedo la palabra al renombrado economista británico Eric Hobsbawn (1917-2012)
que vivió y murió como comunista convencido. En su visita a Madrid en noviembre
de 2003, en una entrevista periodística, respondiendo a dicha pregunta,
declaró: “(Queda) en primer lugar la crítica al capitalismo, crítica a una
sociedad injusta que está desarrollando sus contradicciones. El ideal de una
mayor igualdad, libertad y fraternidad… La defensa de la causa de los pobres y
los oprimidos. Lo que ya no significa, como el tipo soviético, un orden
económico de una planificación total y colectiva. El comunismo, como motivación
social continúa vigente; como programa, no”.
Dado que tanto el comunismo como el
capitalismo adolecen de graves deficiencias, y no sirven para resolver los
problemas que agobian a la sociedad, es de esperar que aparezcan nuevas
fórmulas de convivencia, nuevos sistemas socioeconómicos que combinen, en
adecuada proporción, la libertad con la justicia. Si Adam Smith fundó el
capitalismo y Carlos Marx el socialismo, confiemos que un tercer sabio nos abra
el camino hacia un futuro que garantice
la dignidad y el bienestar de todos.
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