Más pronto o más tarde, con mayor o menor
insistencia, inevitablemente, aparecen y desaparecen una y otra vez de nuestra
mente las preguntas de siempre que el ser humano se hace a sí mismo a sabiendas
de no hallar las imposibles respuestas.
Tal vez su primera reflexión debió versar
sobre el destino y la justificación de su presencia en un mundo hostil, rodeado
de peligros. Su don de inteligencia, único en la creación, al menos en un grado
igual, debió hacerle pensar que su vida obedecería a un destino prefijado
diseñado por su creador.
A partir de ahí, presumiblemente comenzaría
a interrogarse en busca de respuestas plausibles que aclarasen sus dudas, tales
como ¿Cuál es mi razón de ser?, ¿cual es mi papel en el mundo?, ¿soy obra del
azar o formo parte de un proyecto universal? Y si esto fuera así ¿cómo se
justifica la muerte o la presencia del mal? Conociendo sus debilidades,
añadiría: ¿por qué teniendo el uso de la razón sucumbimos tantas veces al
imperio de los instintos?
Su visión antropocéntrica de la creación le
lleva a creer que todo existe en función de sus intereses y necesidades. Que
las estrellas lucen en el firmamento para nuestro deleite; que el sol brilla para alumbrarnos y
calentarnos; que la misteriosa Selene luce en la noche para embellecerla y que
las aves multicolores entonan sus melodías para recrear nuestros sentidos.
La ciencia, en sucesivos asaltos se encargó
de destronar al ser humano de su trono. Primero fue Nicolás Copérnico al
descubrir que nuestro planeta no es el centro del universo sino una parte
insignificante del mismo, después Charles Darwin nos dijo que somos sino el resultado de la evolución natural
de otras especies que no precedieron, y finalmente Sigmund Freud puso en
cuestión nuestro libre albedrío al mostrar la influencia del inconsciente sobre
nuestro comportamiento. Más recientemente, el conocimiento del genoma demostró
que gran parte de nuestros genes son intercambiables con los de otros animales,
y que el del chimpancé difiere del nuestro en poco más del 1%.
Sería incoherente admitir que la vida
humana tenga una finalidad preconcebida
sin aceptar que la tuviera todo el universo. Sin embargo, es imposible
en ambos casos intuir un significado cognoscible. En el inmenso espacio en que
se aloja como una nonada, el universo no
es la imagen del equilibrio perfecto sino un conjunto de astros inanimados
sometido a la evolución sin sentido ni rumbo conocidos A distancias siderales se suceden explosiones
cósmicas que serían aterradoras, de ser audibles; galaxias menores son
fagocitadas por otras de mayores dimensiones. En ese universo violento es constante el
nacimiento y muerte de estrellas que se transforman en quasares o agujeros negros,
todo ello alejado del orden y armonía que soñó Newton. En el sistema solar en
el que nos integramos, el astro rey que nos alumbra es una carbonera atómica
que consume su propio combustible y que
un día muy lejano se convertirá en una enana blanca.
En este universo ciego e indiferente a
nuestros deseos y necesidades estamos condenados a vivir tal vez en soledad, ya
que todo hace suponer que si en algún planeta lejano existieran otros seres
inteligentes, estarían a tal distancia de nosotros que la comunicación con
ellos estaría fuera de nuestras posibilidades. Resulta ilusoria, por tanto
cualquier respuesta a nuestras llamadas. De ahí la responsabilidad que pesa
sobre nosotros de organizar la convivencia de forma pacífica y ordenada y desarrollar
el sentido de la unidad de especie, pues solo de otros seres humanos podemos
esperar comprensión y ayuda para sobrellevar las adversidades que nos depara la
vida.
No sería coherente pensar que la vida
humana tenga una finalidad sin admitir que estuviera integrada en el conjunto
de la creación. ¿Qué sentido puede tener que unos animales sean más fuertes que
otros y que los más débiles terminen en el estómago de los segundos?
Escapa a nuestra comprensión tanto desorden
en el cosmos y tanta injusticia entre los humanos. No se entiende qué
justificación teleológica pueda amparar que el alimento de las personas dependa
del sacrificio de otros seres. En este contexto es evidente que no podemos
entender que exista alguna finalidad, tanto en la creación del universo como en
nuestra presencia en él.
Fallidos los intentos de obtener una
respuesta lógica o filosófica, nos hemos refugiado en la religión como solución
a nuestras dudas con sus verdades sostenidas en la fe, que según enseñaba el
catecismo del padre Astete, consiste en creer lo que no vemos y que yo añadiría
que tampoco entendemos.
Las dudas de quienes buscan en la religión
el sentido de sus vidas son inevitables, porque las religiones son numerosas y
cada una reclama ser la única verdadera, y entre sí se llevan muy mal. La
historia de las monoteístas está plagada de hechos opuestos a sus respectivas
doctrinas, y ningún país en el que más se practiquen es modelo de convivencia
ni dechado de las virtudes que predican.
Ante la decepción de nuestra búsqueda de un
sentido trascendente de la vida, uno siente la tentación de seguir el consejo
de Antonio Machado:
En
preguntar lo que sabes
el
tiempo no has de perder…
Y a preguntas sin respuesta
¿quién
te podrá responder?
Empero, el deseo de llenar el vacío de
nuestro conocimiento en cuestión que tanto nos atañe, es permanente e
inextinguible. Quizás la única respuesta válida esté en nosotros mismos: que el
principio y el final esté en ser felices haciendo felices a los demás.
Descubriremos entonces que solo de los demás, vivos y muertos, hemos recibido
cuanto tenemos y solo de ellos podemos esperar apoyo y consuelo a nuestro
infortunio.
De todo ello parece inexcusable concluir
que la única respuesta plausible a nuestra eterna pregunta es la
interdependencia de los seres humanos en su peregrinar. Fuera de las relaciones
con los demás, nuestra vida carece de sentido.
Si esta idea se interiorizase en el
subconsciente de las personas, y en consecuencia se abriera paso el amor a los
semejantes, cabría la esperanza de una edad de oro de la humanidad en la que,
antepondríamos el tú al yo como pedía Cervantes. Viviríamos entonces en un
mundo bien distinto del que ahora tenemos y la Arcadia feliz dejaría de ser una
utopía.
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