Las elecciones generales del 20 de
diciembre de 2015 dieron un resultado que complicó extraordinariamente el
panorama político, caracterizado por el fraccionamiento de las fuerzas en liza.
El PP obtuvo 123 escaños, el PSOE 90,
Podemos 69 y Ciudadanos 40. Tanto el PP como el PSOE sufrieron un severo
castigo que benefició a las otras dos formaciones emergentes. El bipartidismo
que reinó desde la recuperación de la democracia quedó tocado pero no hundido.
Diríase que se cumplió el dicho que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no
acaba de afianzarse.
Como la mayoría necesaria para gobernar son
176 diputados, solo podría lograrse con la suma PP+PSOE o con la coalición
PSOE+Podemos+ Ciudadanos. La alianza de los dos primeros fue propuesta por
Rajoy y rechazada de plano por Pedro Sánchez y la segunda se hizo imposible por
la incompatibilidad manifiesta entre
Pablo Iglesias y Albert Rivera. En todo caso, resultó claro que no podría haber
investidura sin el apoyo activo o pasivo de los dos mayores partidos, es decir,
“lo viejo” al que Pablo Iglesias denominó “la casta”.
Agotados los plazos legales -a todas luces
excesivos- los líderes se enfrascaron en un interminable proceso de reuniones infructuosas,
propuestas, declaraciones, acusaciones, reproches y amenazas durante más de 130
días que dieron pasto abundante a los medios de comunicación y pusieron a
prueba la paciencia, el cansancio, el aburrimiento y el hartazgo de los
españoles. El PP por su parte siguió impertérrito sin mover ficha. Que nadie
podía gobernar sin acuerdo previo de los
dos grandes partidos era evidente con arreglo a la aritmética, pero los
responsables no lo entendieron así y se dedicaron a actuar como comediantes en
un ejercicio de puro teatro. Al final del período de consultas se mantenían tan
inconmovibles como al principio, haciendo inevitable la repetición de las
elecciones que fueron convocadas para el 26 de junio seis meses después,
manteniéndose entre tanto Rajoy en funciones, al frente del Gobierno con
capacidad limitada al despacho de los asuntos de trámite.
Los daños de la intransigencia política son
difíciles de evaluar, pero es indudable que son importantes y diversos.
Admitiendo que sea en setiembre
cuando pueda formarse el nuevo Gobierno,
habremos padecido una prolongada situación de interinidad y semiparálisis, con
la consiguiente demora en la implementación de reformas inaplazables, la
incapacidad para adoptar medidas de política interior y exterior, la
postergación de inversiones indispensables para aminorar el paro, el descrédito
de los partidos que han priorizado las apetencias de sus líderes o intereses
particulares en detrimento del bien común.
Por último, no cabe despreciar el coste de
una nueva consulta, que se estima en 140 millones de euros, cuando no se ha
podido reducir el déficit en la cuantía comprometida con Bruselas, que la deuda
ya se iguala al PIB y que el desempleo afecta a uno de cada cinco españoles activos.
Finalmente, no hay que olvidar el riesgo de que la distribución de votos repita
la del 20-D en cuyo caso habríamos malgastado inútilmente ocho o nueve meses
para encontrarnos de nuevo en el mismo punto de partida.
Los responsables de estas parálisis recaen
sobre los líderes políticos, especialmente los dos más votados por su poder
decisorio. Pienso que así lo entenderían los electores el 26-J, y en
consecuencia, aquellos sufrirán mayor castigo sin llegar a convertirse en
irrelevantes por el voto cautivo con que
cuentan.
De confirmarse esta hipótesis, me atrevo a
pronosticar un reparto de escaños similar al siguiente; 95 el PP, 80 el PSOE,
85 Podemos y 65 Ciudadanos. Darían una suma de 325, adjudicándose los 25
restantes los partidos nacionalistas e IU.
Es posible que al PP le pase factura la
demora en la repetición de los comicios por la inacabable lista de corrupciones
descubiertas en los últimos meses, y el PSOE corre peligro de ser sobrepasado
por Podemos, lo que sería su mayor desastre.
1 comentario:
Hola Pío. Coincido contigo en que la culpa de la repetición de las elecciones recae mayormente en los dos primeros partidos, PP y PSOE, pues ambos sabían que eran imprescindibles (el uno o el otro) para formar gobierno y no hicieron lo que tenían que hacer, a saber, haberse sentado a hablar y, si no querían una gran coalición entre ambos (cosa comprensible), sí llegar al menos a algún tipo de acuerdo para que el que lograse más fuerza parlamentaria de los dos fuese dejado gobernar por el otro (con su abstención).
Ahora nos vemos abocados a otras elecciones y, una de dos, o se repite más o menos la misma situación con lo que todo este tiempo perdido no habrá servido para nada, o se produce el sorpaso de Podemos-IU al PSOE (que tú mismo pronosticas), lo cual obligaría a este último a tener que elegir entre formar la gran coalición que no quería hacer con el PP o dejar que gobierne Pablo Iglesias.
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