Entre los muchos cambios socioeconómicos
que se observan en nuestros días, quiero referirme aquí a dos de ellos que,
salvo mejor opinión de los sociólogos, podrían tener un origen
común y trascendencia parigual. Se trata de la sostenida y creciente
caída de las vocaciones sacerdotales y militares. Mucho ha debido de cambiar la
escala de valores de nuestros jóvenes para que no sientan la llamada al
servicio de Dios y de la patria.
Parece que hubieran transcurrido siglos desde
cuando las autoridades del régimen de Franco proclamaban como paradigma del
español el ser mitad monje y mitad soldado. Ahora, ni el traje talar ni el
uniforme castrense seducen a los potenciales candidatos. Ejército e Iglesia se
esfuerzan en adaptarse a la nueva situación
con diferentes medidas y ritmo desigual, sin conseguir en ambos casos los
resultados apetecidos.
Diríase que actualmente solo se acepta de
buen grado hablar de derechos. En nuestra Constitución se enumera una larga
lista de derechos y solo dos deberes: el servicio militar y el pago de
impuestos. Con la profesionalización de las fuerzas armadas quedó en vigor el
segundo de los deberes. Es manifiesto un claro rechazo a toda norma obligacional
y se aceptan, sin embargo, los compromisos libremente asumidos y su rescisión a
voluntad. Se observa tanto en la caída del matrimonio como forma de convivencia
en pareja como en el auge de las ONG que se nutren de voluntarios temporales.
El desapego de la misión y la milicia
pueden ser germen de hondas transformaciones de cara al futuro, pues no hay que
olvidar que estamos hablando de dos pilares fundamentales de la sociedad: el
matrimonio y el servicio de las armas. A ellos se debió nada menos que la
conquista y la evangelización del Nuevo Mundo por la acción paralela de la
espada y la cruz. Ahora no pocos conventos se quedan sin novicios y el
ministerio de Defensa clausura cuarteles y otras dependencias. Desechando la
vieja creencia de que el servicio de armas es cosa de hombres, abrió sus
puertas a las mujeres. El Vaticano, en cambio, no se aviene a la ordenación del
sacerdocio femenino.
¿Cómo reaccionan ambas instituciones igualmente
milenarias ante la dificultad de reclutar
a sus miembros? En primer lugar, con métodos de marketing. La Iglesia celebra el Domund
anual y el Ejército emprende campañas publicitarias. Pero los frutos son
escasos y si disminuyera el paro, es previsible que vaya mermando la cantera.
En lo que coinciden el estamento militar y
la organización eclesial es en tender
sus redes más allá de las fronteras. Por un lado se abre paso el reclutamiento
de soldados inmigrantes y por otro se
remedian las bajas de la población conventual con religiosos y religiosas extranjeros
Es un nuevo aspecto de la globalización
como ocurre con las plantillas de los equipoz de fútbol. Por este procedimiento
podríamos encomendar buena parte de la defensa de la patria a mercenarios –método en el que ya fueron
expertos los romanos- al mando de jefes y oficiales españoles -o europeos, en
su caso-. Como se ve, “nihil novi sub sole” como nos advierte el Eclesiastés.
Por este camino se reservaría una vez más a
los pobres el privilegio de servir de carne de cañón. Una ligera variante de lo
que ocurría hasta bien entrado el siglo XX en que, quienes disponían de mil
quinientas pesetas quedaban exentos de combatir a los moros en las montañas del
Rif o a los mambises en la manigua cubana.
De confirmarse la tendencia, no podremos
escandalizarnos de que la salvaguardia de la patria y la de nuestras almas
dependa del Tercer Mundo. ¡Quién lo diría! El asombro ciceroniano resuena una y otra vez: “O tempora, o mores!"
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