Si en una encuesta de ámbito mundial se
preguntase por la preferencia entre la paz y la guerra, es más que probable que
la inmensa mayoría se inclinase por la paz. Diríase que la aspiración de vivir
en un mundo ordenado sin violencia es común a todo el género humano.
Siendo esto así, sorprende que la cruda
realidad cotidiana sea tan distinta y que la guerra semeje una plaga
irredimible de la que ningún pueblo se ha visto libre en el curso de la historia,
hasta el punto de que ésta constituye un relato inacabable de conflictos
bélicos desde que Caín mató a su hermano Abel.
Indagando las causas de los enfrentamientos
armados pienso que una, tal vez, provenga de no apreciar en su justo valor los beneficios
que proporciona la paz, como no se aprecia la salud hasta que se pierde, y este
error nos lleva a tacharla de aburrida. Otro motivo podría consistir en caer en
la tentación de resolver las diferencias
por medio de la fuerza, que es el recurso más incívico de que podemos
echar mano a falta de argumentos plausibles, despreciando los medios que la
civilización y la cultura pone a nuestro
alcance, como pueden ser el diálogo, la negociación, el pacto, la transacción,
el consenso. Cuando el entendimiento no es posible aun se puede recurrir a
otras soluciones instituidas como es la mediación o el arbitraje.
Responsables de muchas contiendas armadas en el pasado y
presente, durante siglos fueron los adeptos de religiones, de manera destacada
los fanáticos de las religiones monoteístas que, llevados de su afán
apostólico, pervirtieron la doctrina original y se enzarzaron en luchas sin
cuartel, creyendo que así abrían las puertas del paraíso.
Hay una razón más que sumar a las anteriores
para explicar el desencadenamiento de las guerras. Es la existencia de la
injusticia en las relaciones humanas puesta de manifiesto en la desigualdad
social que sume a mucha gente en el desamparo en tanto una minoría no cesa de
acumular riqueza sin saber como emplearla, por pura codicia. Esta inequidad
genera resentimiento, envidia y odio, fuentes a su vez de violencia, que puede
estallar de forma súbita en cualquier momento. Es un hecho incontestable que la
paz solo puede ser auténtica como fruto de la justicia y sin ella todo
equilibrio es inestable y todo acuerdo es provisional.
Aun puede aducirse una nueva causa de la
ruptura de la paz. Es la pulsión identitaria que se basa en inventar diferencias
étnicas y en ellas está el origen de los nacionalismos, los cuales se alimentan
de victimismo y acusan a otros de los males propios, siguiendo la vieja
costumbre de buscar chivos expiatorios.
Si fuéramos conscientes de las ventajas que
se derivan de una situación de paz, la sociedad tendría que poner más empeño en
preservarla comenzando por fomentarla en la educación. Suena a ironía que
existan academias militares para hacer uso de la fuerza y ninguna escuela que
enseñe como evitarla. Que tengamos un ministerio de defensa (antes llamado de
guerra) pero no un ministerio de paz. Algún día tendrían que invertirse los
términos como sería propio de una sociedad abierta, libre y sana.
Si alguien acometiese la tarea de comparar
las virtudes y defectos, los costes y beneficios de guerra y paz quedaríamos
asombrados del desequilibrio y más aun del trato asimétrico que dispensamos a
una y otra. Salta a la vista que la guerra es la negación de todos los valores,
produce muerte, destrucción y miseria. Genera odio y abre heridas que
necesitarán muchos años para cicatrizar.
Incluso desde el punto de vista económico,
los costes de un conflicto armado están a años luz de los que se ocasionan en
un período de paz. En tiempos normales se aplica el funesto principio “si
quieres la paz, prepara la guerra”, copiado de los romanos, y como
consecuencia, en tiempos normales se gastan ingentes cantidades de dinero en
fabricar o comprar artefactos militares (en la jerga militar sistemas de armas)
que pasado un tiempo quedan obsoletos y entonces vuelven a exigir nuevos gastos
para su achatarramiento. Y que terminen como escombros, es lo mejor que se
puede esperar. En el caso de que fueron aplicados a su finalidad propia, para
matar, al coste de adquisición habría que sumar el de mantenerlos operativos y
el de los proyectiles, cuyo precio es enormemente elevado.
Ciñéndonos al caso de España, en 2010 el
Gobierno aprobó un plan comprensivo de diecinueve programas para compra de
armamento cuyo importe rondaba los 30.000 millones de euros que vino a agravar
la situación provocada por la crisis. Como muestra del precio de adquisición,
un avión de combate EF-2000 cuesta 135 millones de euros.