Para quienes peinamos canas –si quedan
algunas que peinar- es lógico que tengamos en nuestra mente muchas fechas evocadoras
de acontecimientos que marcaron nuestras vidas, empero, es probable que ninguna
supere la carga emotiva del 18 de julio de 1936 de nefasta memoria. Y puede que
no tanto por lo que cada uno experimentó ese día, sino como comienzo de una
guerra fratricida que durante tres largos años ensangrentó los campos y
ciudades de España, y una vez concluida abrió una profunda brecha entre
vencedores y vencidos. Una brecha que permaneció abierta hasta la promulgación de
la Constitución de 1978 que supuso el paso de una época a otra, conocido por la
transición política.
Atrás quedaban la hambruna de 1940 y 1941,
el racionamiento de alimentos hasta 1953, el estraperlo, los miedos de los
“fuxidos”, los salvoconductos gubernativos para
desplazarse de una provincia a otra, el canto forzoso del “Cara al sol”
después de misa, los largos años de duración del servicio militar obligatorio,
y tantos y tantos recuerdos ominosos grabados a fuego en nuestra memoria desde
la infancia.
A lo largo de muchos años mantuvo su
vigencia la división de las dos Españas. Las leyes abandonaron a su suerte a
quienes militaron en la llamada “zona roja” o profesaron las ideas de la
República, frente a las ventajas y privilegios otorgados a los “caídos por la
patria”, “excombatientes”, “mutilados
por la patria”, “excautivos”, nombres y categorías felizmente tragados por el
olvido.
No es cosa de revivir esos hechos con
rencor, tanto por lo lejano que quedan en el tiempo, como porque se han
restañado las heridas y logrado la reconciliación de los españoles. Mas no
conviene olvidar o ignorar cómo se fraguó la locura homicida, sobre todo los
jóvenes y menos jóvenes para no volver a incurrir en los mismos errores,
porque, como advirtiera el filósofo George Santayana, “los pueblos que olvidan
su historia están condenados a repetirla”. A todos nos incumbe el deber de
preservar el bien supremo de la paz fundamentada en la justicia. Que el horror
sufrido por sus padres y abuelos sea aviso y recordatorio para evitar la
incomunicación y la intolerancia que nos llevó a la tragedia.
El estallido de la Guerra Civil –que tuvo
mucho de incivil- fue inevitable porque las minorías dirigentes perdieron el
sentido de la responsabilidad y en distintos campos cerraron los cauces de la
negociación que podrían haber salvado las diferencias con transacciones mutuas
en pro de un país más justo de lo que lo era España antes del desastre. No
hemos tenido la suerte de contar con un Mandela que diera paso a la sensatez.
Como la verdad ayuda a comprender el pasado
y a disculpar los fallos, echo de menos para completar la reconciliación de la
familia española el conocimiento real de cómo se desarrollaron los diferentes
episodios y las consecuencias derivadas del atroz enfrentamiento. Para ello, es
preciso abrir los archivos oficiales a los historiadores a fin de documentar el
relato objetivo de lo que aconteció sin apriorismos partidistas. Valga citar,
por ejemplo, el número de muertos de ambos bandos en la guerra y la posguerra,
cuánto costó y como se financió el conflicto armado por ambas partes, por qué la
lucha duró tres años, etc. Transcurridos
77 años, debería ser plazo más que suficiente para encarar los hechos con
imparcialidad sin abrir heridas ya cicatrizadas.
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