Huelga decir que no todos los políticos son
corruptos ni que las prácticas corruptas son exclusivas de algún país, mas
también es cierto que en algunos se hallan más extendidas que en otros, y que
en los regímenes dictatoriales son más endémicas que allí donde la democracia
es más real y efectiva. Sobre todo es más probable que ocurran en los primeros
porque se producen en un contexto de censura, sin que la gente se entere, de
forma que parezca que nada anormal ocurre.
Sin embargo, sería ingenuo pensar que la
democracia está vacunada contra las tramas corruptas como demuestra la realidad
de cada día. La conexión –por no decir confusión– de la Administración y la
empresa privada propicia la colusión, como sucede, por ejemplo, en la
contratación a dedo de obras y suministros a empresas vinculadas con altos
cargos del gobierno o la privatización de sociedades del sector público.
En tal sentido, el panorama español es
desolador. Los escándalos proliferan y la instrucción colapsa los juzgados y la
Audiencia Nacional, haciendo que la fase procesal se alargue al extremo. Esta
percepción explica que en las encuestas los cargos representativos aparezcan
como el tercer problema de España. Los delitos en que muchos incurren,
tipificados en el Código Penal, suelen ser de prevaricación, cohecho, tráfico
de influencias, falsedad en documento público, fraude fiscal, blanqueo de
capitales, malversación de caudales públicos y financiación ilegal de los
partidos políticos.
Otras figuras delictivas no tienen encaje
en las leyes penales aunque deberían tenerlo, como es el caso de gobernar en
total contradicción con las promesas electorales que facilitaron el acceso al
poder, o el dispendio de recursos
públicos en obras faraónicas sin utilidad alguna, tipo Ciudad de la Cultura o
aeropuertos inactivos.
La inevitable pregunta de por qué abunda
tanto la corrupción política en España tiene muchas respuestas, pero me
atrevería a resumirlas en dos: insuficiencia o inadecuación de normas preventivas
y de control, e incumplimiento de las leyes vigentes. Nos falta, para empezar,
la tan esperada Ley de Transparencia homologable con las que rigen en las
democracias más asentadas. La Ley de Financiación de los Partidos Políticos es
imperfecta porque abre espacios a la captación de recursos ilegales, bien sea
directamente, bien sea a través de fundaciones propias, ingresos que no dejan
huella en la contabilidad oficial, y por tanto sin posible fiscalización por el
Tribunal de Cuentas.
En las Administraciones hay un exceso de
politización de altos cargos y asesores que deben su nombramiento al gobierno de
turno cuya permanencia en el puesto depende del resultado de las siguientes
elecciones, en detrimento de funcionarios de carrera con empleo estable. Sin ir
más lejos, en Vigo, dos organismos de tanta importancia como la Autoridad
Portuaria y la Zona Franca están presididos por sendos cargos políticos.
Cuando se hace público un nuevo caso de
corrupción política –lo que, desgraciadamente, sucede con excesiva frecuencia- la
ciudadanía se siente indignada y pide que caiga sobre los culpables el peso de
la ley para acabar con esa lacra social.
No obstante, sería ilusorio pretender
erradicar la corrupción de la clase política por la vía penal, lo cual no
implica renunciar a combatirla con todas las armas legales porque la situación
actual no es irreversible, siempre que la presión popular se ejerza para que el
Estado legisle en el mismo sentido que ya lo han hecho los Parlamentos de
países punteros en materia de honestidad.
Bien es cierto que la solución ideal no se
logrará solo por la sanción penal sino
por un conjunto de medidas preventivas y educativas que aseguren la condena
social y la transparencia de la Administración y de los partidos políticos, así
como su democratización interna que pasa por la celebración de elecciones
primarias para escoger a los mejores
candidatos. Los presupuestos del Estado deben dotar de medios suficientes a la Administración
de Justicia, la Inspección Fiscal y el Tribunal de Cuentas para que puedan
ejercer su cometido con la máxima eficacia, y finalmente, ayudaría
mucho a la depuración de la política que los partidos expulsaran a las manzanas
podridas y pactasen la condena del transfuguismo. Y por supuesto, que el Estado
regulase el carácter restrictivo de la concesión del indulto para que no pudieran beneficiarse de él quienes han traicionado la confianza que depositaron en ellos los electores.
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