martes, 5 de febrero de 2013

Políticos corruptos



    Huelga decir que no todos los políticos son corruptos ni que las prácticas corruptas son exclusivas de algún país, mas también es cierto que en algunos se hallan más extendidas que en otros, y que en los regímenes dictatoriales son más endémicas que allí donde la democracia es más real y efectiva. Sobre todo es más probable que ocurran en los primeros porque se producen en un contexto de censura, sin que la gente se entere, de forma que parezca que nada anormal ocurre.

    Sin embargo, sería ingenuo pensar que la democracia está vacunada contra las tramas corruptas como demuestra la realidad de cada día. La conexión –por no decir confusión– de la Administración y la empresa privada propicia la colusión, como sucede, por ejemplo, en la contratación a dedo de obras y suministros a empresas vinculadas con altos cargos del gobierno o la privatización de sociedades del sector público.

    En tal sentido, el panorama español es desolador. Los escándalos proliferan y la instrucción colapsa los juzgados y la Audiencia Nacional, haciendo que la fase procesal se alargue al extremo. Esta percepción explica que en las encuestas los cargos representativos aparezcan como el tercer problema de España. Los delitos en que muchos incurren, tipificados en el Código Penal, suelen ser de prevaricación, cohecho, tráfico de influencias, falsedad en documento público, fraude fiscal, blanqueo de capitales, malversación de caudales públicos y financiación ilegal de los partidos políticos.

    Otras figuras delictivas no tienen encaje en las leyes penales aunque deberían tenerlo, como es el caso de gobernar en total contradicción con las promesas electorales que facilitaron el acceso al poder, o el dispendio de  recursos públicos en obras faraónicas sin utilidad alguna, tipo Ciudad de la Cultura o aeropuertos inactivos.

    La inevitable pregunta de por qué abunda tanto la corrupción política en España tiene muchas respuestas, pero me atrevería a resumirlas en dos: insuficiencia o inadecuación de normas preventivas y de control, e incumplimiento de las leyes vigentes. Nos falta, para empezar, la tan esperada Ley de Transparencia homologable con las que rigen en las democracias más asentadas. La Ley de Financiación de los Partidos Políticos es imperfecta porque abre espacios a la captación de recursos ilegales, bien sea directamente, bien sea a través de fundaciones propias, ingresos que no dejan huella en la contabilidad oficial, y por tanto sin posible fiscalización por el Tribunal de Cuentas.

    En las Administraciones hay un exceso de politización de altos cargos y asesores que deben su nombramiento al gobierno de turno cuya permanencia en el puesto depende del resultado de las siguientes elecciones, en detrimento de funcionarios de carrera con empleo estable. Sin ir más lejos, en Vigo, dos organismos de tanta importancia como la Autoridad Portuaria y la Zona Franca están presididos por sendos cargos políticos.

    Cuando se hace público un nuevo caso de corrupción política –lo que, desgraciadamente, sucede con excesiva frecuencia- la ciudadanía se siente indignada y pide que caiga sobre los culpables el peso de la ley para acabar con esa lacra social.

    No obstante, sería ilusorio pretender erradicar la corrupción de la clase política por la vía penal, lo cual no implica renunciar a combatirla con todas las armas legales porque la situación actual no es irreversible, siempre que la presión popular se ejerza para que el Estado legisle en el mismo sentido que ya lo han hecho los Parlamentos de países punteros en materia de honestidad.

    Bien es cierto que la solución ideal no se logrará solo  por la sanción penal sino por un conjunto de medidas preventivas y educativas que aseguren la condena social y la transparencia de la Administración y de los partidos políticos, así como su democratización interna que pasa por la celebración de elecciones primarias  para escoger a los mejores candidatos. Los presupuestos del Estado deben dotar de medios suficientes a la Administración de Justicia, la Inspección Fiscal y el Tribunal de Cuentas para que puedan ejercer su cometido con la máxima eficacia, y finalmente, ayudaría mucho a la depuración de la política que los partidos expulsaran a las manzanas podridas y pactasen la condena del transfuguismo. Y por supuesto, que el Estado regulase el carácter restrictivo de la concesión del indulto para que no pudieran beneficiarse de él quienes han traicionado la confianza que depositaron en ellos los electores.

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