lunes, 23 de julio de 2012

La burbuja inmobiliaria

Nota: el siguiente artículo lo escribí en febrero de 2003 (antes de que existiera este blog). He creído interesante incluirlo aquí ahora para mostrar cómo ya por aquel entonces la burbuja inmobiliaria se percibía como una amenaza, ante la cual los sucesivos gobiernos e instituciones públicas hicieron caso omiso.
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    Suelen cifrarse los principales problemas de la economía española a corto plazo en la inflación, el paro y la escasa productividad, factores que implican pérdida de competitividad, no compensados por la manipulación   del tipo de cambio como era habitual antes de nuestra adhesión a la Unión Monetaria y Económica (UEM) que supuso la adopción del euro como unidad monetaria.
    A las anteriores consideraciones habrá que añadir el encarecimiento desorbitado de la vivienda, que se ha traducido en una burbuja inmobiliaria con peligro de su imprevisto estallido. El alza de estos precios, fuera de toda lógica, es responsable en buena parte  del aumento experimentado por el IPC y el severo endeudamiento de las familias españolas sobre la deuda disponible al amparo de los bajos tipos de interés. El desfase de los precios no se justifica por la escasez de la oferta, teniendo en cuenta que en 2002 se construyeron 500.000 pisos, un número muy superior al de nuevos matrimonios. Por tanto, cabe pensar que una parta sustancial de los mismos habrá ido a incrementar el stock de desocupados, que ya excede de dos millones.
Esta situación tiene su origen, tanto en la preferencia de los españoles por la compra sobre el arrendamiento  como en la creencia de que la inversión en ladrillo es la más sólida y rentable, sobre todo en relación con la caída de las bolsas en los tres últimos años o con la mínima retribución de los depósitos de ahorro.
    El peligro que esconde el panorama inmobiliario es que la desaceleración de la economía, unida al descenso de la natalidad y nupcialidad derive en una fuerte contracción de la demanda que paralizaría las transacciones y originaría una grave crisis del sector, que evocaría lo ocurrido en Japón.
    Si llegara a producirse el desplome del mercado inmobiliario –y hay motivos para temerlo- las consecuencias serían graves. La contracción de la actividad constructora comportaría un aumento del desempleo y la pérdida de capacidad adquisitiva de las familias, muchas de las cuales se verían en apuros  para atender sus obligaciones de pago, con la doble consecuencia de la mayor morosidad bancaria, lo que a su vez agudizaría el efecto recesivo de la crisis. Hasta los ayuntamientos sufrirían una considerable disminución de sus ingresos al faltarles el cobro de las licencias de construcción.
    En resumen, si las alzas de la vivienda han subido desproporcionadamente y a contracorriente de la coyuntura, lo normal sería que a corto plazo se iniciase la inflexión de la curva de precios, tanto más pronunciada cuanto más se retrase la recuperación de la economía, de la que el sector inmobiliario no puede  divergir indefinidamente.

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