De
vez en cuando, los medios de comunicación se hacen eco del fallecimiento
demorado de personajes de renombre a los que los médicos le han alargado la
vida de forma antinatural, y entonces renace la cuestión irresuelta de la
eutanasia, que en su origen etimológico significa muerte perfecta.
Ejemplo de estas situaciones fue la
protagonizada por el Papa Juan Pablo II. Sus dolencias venían de atrás y se
fueron agravando. El 31 de marzo de 2005 empeoraron con fiebre muy alta, caída
de tensión y molestias por la sonda nasogástrica que le fue inserida dos días
antes para facilitar la alimentación. Se encontró incapaz de articular palabra.
No obstante, el portavoz del Pontífice, el español opusdeista Joaquín
Navarro-Valls, declaraba el día siguiente que el Papa se encontraba consciente,
muy lúcido y sereno. Lo cierto es que su estado de salud en su fase final fue
una pura escenificación televisiva de su agonía hasta que falleció el 2 de
abril.
Otro caso de gran resonancia mediática
tenía lugar al mismo tiempo en el minúsculo Estado de Mónaco. El príncipe
Rainiero III había sido operado de corazón en 1994 y 1999 y del pulmón en 2000.
El 7 de marzo de 2005 fue hospitalizado y sometido a tres diálisis renales, y
desde el 24 fue sometido a respiración artificial debido a complicaciones
broncopulmonares, cardíacas y a una insuficiencia renal aguda. Los desvelos de
los médicos por alargar su vida (si así puede llamarse) más que hasta el 6 de
abril en que sus ojos se cerraron para siempre.
En tiempos pasados el problema no revestía
la virulencia y frecuencia que presenta en nuestros días, porque últimamente la
medicina ha ganado más terreno en la prolongación artificial de la vida que en
dotarla de un grado mínimo de calidad que la haga deseable.
De ahí la conveniencia de que la sociedad
afronte un debate sereno, abierto, plural y objetivo del que salgan criterios o
principios por consenso que oriente a la clase médica y a la ciudadanía en general
para encarar el drama de los enfermos terminales que, presas de dolores atroces no pueden
expresar el deseo de poner fin a su agonía.
No puede entenderse la dignidad de la
muerte separada de la dignidad de la vida, pues ambas son parte indisociable de
un todo, como las dos caras de una misma moneda. Alargar la vida de un enfermo
incurable, transido de dolor o en estado vegetativo irrecuperable, es más un
acto de tortura que una práctica médica. Por ello es necesario evitar el
encarnizamiento terapéutico sin esperanza de curación. En esos casos lo que
parece más indicado es la práctica de cuidados paliativos y sedar al enfermo
aunque ello implique adelantar el fin de sus días. Por ausencia de este debate
hemos visto procesos injustos como el que se dio en el hospital Severo Ochoa de
Madrid. Una denuncia anónima acusaba al personal médico de supuestas
actuaciones irregulares consistentes en la dispensación de calmantes a enfermos
terminales para adelantar su fallecimiento, lo que llevó al consejero de
Sanidad a apartar del cargo al jefe de urgencias y a la destitución del gerente
y del director médico hasta que una sentencia judicial absolutoria les
rehabilitó.
En cualquier caso, nadie discute que la
eventual legalización de la eutanasia así activa como pasiva debe ajustarse a
determinadas garantías, en prevención de posibles abusos, según la pauta
marcada por varias legislaciones europeas.
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