Teóricamente,
cualquier delito debe acarrear la misma pena, independientemente de quien sea la
víctima o el victimario, salvando el caso de que éste sea menor. Es una deducción
lógica del principio constitucional de igualdad ante la ley.
Sin embargo, la
realidad dista mucho de cumplir este precepto fundamental. Cuando un particular
sufre un hurto, sin que concurra intimidación en la persona ni fuerza en las
cosas, no será considerado delito, y por tanto no ingresará el autor en prisión
siempre que el valor de lo sustraído no exceda de 400 euros. Si se sobrepasa
esta cantidad la acción se convierte en delito, y por consiguiente, susceptible
de llevar al ladrón a la cárcel.
No tiene el mismo
castigo si quien sufre la sustracción es el Estado, que a ello equivale el fraude,
dado que el Estado somos todos y nos sentimos desposeídos de algo que nos
pertenece. La ley tributaria determina que la defraudación (no declarar a
Hacienda los beneficios fiscales o modificar en beneficio propio la base
tributaria) no será delito si no excede de 120.000 euros (20 millones de
pesetas) desde los 15 millones en que estaba el límite antes de la adopción del
euro. No es explicable la diferencia,
sobre todo si se tiene en cuenta que en el caso del fraude los perjudicados
somos todos, y que, como afirman los políticos tan a menudo como lo incumplen,
el dinero público es sagrado y exige una administración cuidadosa.
De esta
discriminación en contra de los intereses públicos se deriva que el número de
evasores que expían su delito entre rejas es mínimo en relación con el de los
infractores de la ley tributaria.
Un caso hecho
público recientemente ilustra la lenidad del castigo a quienes eluden u ocultan
sus obligaciones con la
Hacienda pública. Un socio de un conocido bufete de abogados
defraudó tres millones de euros, y después de un proceso que se alargó durante
cuatro años, llegó a un acuerdo con la Fiscalía por el que acepta una pena de dos años de
prisión, lo que implica que no la cumplirá al no tener antecedentes delictivos.
Digamos en su favor, que reparó el daño causado ingresando lo debido y pagando
una multa de millón y medio. En todo caso, la parte más aflictiva de la condena
se sustituyó por la entrega de dinero, lo que no suele ocurrir en otros
procesos.
La clase política,
cuya misión consiste en la defensa del bien público, son malos servidores
cuando aprueba leyes que protegen, o al menos trivializan, la lucha antifraude.
Así parece indicarlo la ley tributaria que prohíbe publicar los nombres de los
contribuyentes denunciados, en tanto otros delitos aparecen en los medios de
comunicación con los nombres y las circunstancias de los autores.
Se encuentra en
trámite parlamentario una ley que autorizaría al Gobierno a publicar la lista
de quienes defrauden un millón o más de euros. Debemos considerar este paso
como un signo de justicia equitativa.
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