En tiempos lejanos que consideramos
primitivos, ciertas civilizaciones tenían por norma realizar sacrificios
humanos, casi siempre de mujeres jóvenes, para aplacar la ira de los dioses
crueles y vengativos.
Tan salvajes costumbres han pasado a la
historia, si bien no del todo. La ira de aquellas deidades ya no se cura con
sangre inocente, pero las víctimas propiciatorias siguen siendo el remedio para
que la humanidad supere hábitos bárbaros, juzgue crímenes impunes o rectifique hábitos
insanos que se resisten a desaparecer hasta que alguien protesta renunciando a
su vida y se descubre de repente lo absurdo de ciertos comportamientos que se
toleraban sin alterar el discurrir de la vida normal. Aquellos sacrificios
rituales han dado paso a ofrendas materiales de valor económico que parecen ser
bien recibidas por quien, según definición, lo posee todo.
Fue motivo de estas reflexiones la reciente
violación en grupo en Nueva Delhi de una joven de 23 años el 16 de diciembre
del pasado año, fallecida dos semanas después a consecuencia de la brutal
agresión de que fue objeto. El crimen, difundido y comentado por los medios de
comunicación desató una ola de indignación popular con manifestaciones
multitudinarias que hicieron reaccionar a la sociedad india, competidora con la
musulmana en misoginia y abuso contra la mujer, y a las autoridades a ordenar
la detención y juicio de los autores de tan atroz delito, así como a adoptar
medidas legislativas destinadas a despertar la sensibilidad de la población ante
tan irracionales conductas.
Mas no hace falta trasladarnos con la
imaginación a tierras lejanas para observar actitudes condenables. En un país
tan próximo como Túnez tuvo que inmolarse a lo bonzo un joven vendedor
callejero sumido en el desamparo total para que la gente saliese a la calle a
reclamar sus derechos ciudadanos, derrocar al jefe del Estado, antidemócrata y
corrupto, y contagiar la rebeldía a otras naciones que dio lugar a la llamada
primavera árabe...
Si miramos a nuestro alrededor, el
espectáculo sacrificial se repite. Hubo de suicidarse una mujer en Vizcaya para
que cayéramos en la cuenta de lo nociva e injusta que era la Ley Hipotecaria
que con más de un siglo de vigencia daba amparo al desahucio de centenares de
miles de familias a las que la crisis dejó sin medios con que abonar el
préstamo o el alquiler y se vieron expulsados de su hogar, y aun así, teniendo
que pechar con una deuda pendiente. Hasta ese momento la sociedad no había
reaccionado contra el privilegio concedido por la ley al acreedor, ni que
reconociese la entrega de la vivienda como extinción de la deuda según recogen
otras legislaciones. Es de señalar y aplaudir el gesto de una comisión de jueces
para corregir tamaños desafueros, iniciativa que lamentablemente no fue asumida
por el pleno del Consejo General del Poder Judicial.
En situaciones así es preciso que alguien dé
la campanada, que la víctima sufra la injusticia flagrante para despertar la
conciencia social y se rectifique el estado de cosas. Algo similar a cuando los
repetidos accidentes consagran como punto negro un cierto tramo vial, y solo
cuando las víctimas se multiplican se adopta la decisión de rectificar el
trazado.
En situaciones como las expuestas es
fundamental la función de los medios de comunicación para que nos apercibamos
de la urgencia de actuar sin demora, tomar las inexcusables decisiones y acabar
con la anormalidad. Mejor sería que esto ocurriera sin que nadie tuviera que
sacrificarse y que no fuera preciso conformarnos con el aforismo de que más
vale tarde que nunca.
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