domingo, 9 de octubre de 2011

J.M.J.

Del 18 al 22 de agosto ce celebró en Madrid la Jornada Mundial de la Juventud presidida por el papa Benedicto XVI y con la asistencia de centenares de obispos y cardenales, miles de sacerdotes y centenares de miles de jóvenes procedentes de 190 países, que algunas informaciones elevan a un millón y medio de personas.
La celebración de estos acontecimientos fue establecida por el papa Juan Pablo II y la primera de la serie tuvo lugar en Santiago de Compostela en 1989.

La organización de estas ornadas multitudinarias, que imitan las convocadas por los regímenes dictatoriales, es muy complicada y costosa. La de Madrid fue dirigida por la Conferencia Episcopal, y la financiación corrió a cargo en gran medida de grandes empresas, con una notable participación de El Corte Inglés, tal vez como compensación al previsto aumento de sus ventas. Por su parte la Administración pública asumió el mantenimiento del orden con la intervención de 10.000 agentes y la atención sanitaria, así como la rebaja del 80% del precio del billete del metro, precisamente un mes después de haberlo subido un 50%. Las autoridades tomaron parte activa en diversos actos religiosos, olvidando que lo eran de un Estado aconfesional.

Cabe preguntarse si la Iglesia jerárquica habrá hecho un estudio del impacto de las ediciones anteriores, tal como hace cualquier empresa tras una campaña de marketing, y en caso afirmativo, dado que por mor del bautismo formamos parte de la Iglesia, queramos o no, deberíamos tener acceso al conocimiento de esa supuesta evaluación. En el caso de que el resultado fuese inapreciable o negativo, sería prudente cambiar el formato, los contenidos o ambos.

Si nos referimos a los objetivos de la Iglesia, ciñéndonos a nuestro país, por ser el que mejor conocemos, no parece que nuestros obispos tengan muchos motivos de satisfacción, toda vez que, según datos publicados, solo el 71% de los españoles se declaran católicos y que el número descendió diez puntos en la última década, pese a la influencia que pudiera haber tenido la JMJ de 1989. Tampoco los seminarios son una muestra de crecimiento puesto que siguen vaciándose de alumnos.

Si juzgamos el éxito por el comportamiento de los españoles como cristianos y ciudadanos, tampoco el balance es muy halagador, mas bien lo contrario. Ni por parte de los jóvenes ni de los adultos se aprecia un descenso del número de asesinatos, robos, estafas, agresiones, delincuencia juvenil, narcotráfico y drogadicción, violencia de género pederastia, pornografía infantil, explotación de mujeres y de inmigrantes, y tantos otros atentados contra la vida y la dignidad del prójimo, cuyos victimarios llenan a rebosar los establecimientos carcelarios.

Y si echamos la vista a otros países de raigambre católica, el panorama no es menos desolador. Todos están muy lejos de dar ejemplo de las virtudes que enseña el Evangelio desde hace dos mil años.

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