lunes, 31 de mayo de 2010

Entresijos de la política

A veces la política se manifiesta en formas laberínticas que requieren un depurado análisis para captar su correcta interpretación. Un ejemplo de este tipo se vivió en el Parlamento español el pasado 27 de mayo.
El Gobierno sometía a votación la convalidación del decreto-ley anticrisis expresivo del más drástico ajuste realizado en el país desde la implantación de la democracia, ajuste soportado sobre todo por las clases medias y bajas. El proyecto se salvó “in extremis” por la mínima diferencia de un solo voto, gracias a la abstención del partido nacionalista catalán Convergencia i Unió, que ha demostrado tener más sentido de Estado que otras formaciones políticas, al comprender que su rechazo habría precipitado al país en el abismo de la intervención de la Eurozona como le ocurrió a Grecia.
Los demás partidos se han opuesto o abstenido, argumentando el carácter regresivo, precipitado, inequitativo, y por tanto, injusto de las medidas propuestas.
El busilis del asunto está en el papel representado por el PP que, como es sabido, se opuso desde el primer momento. ¿Significaba esto el deseo de que el Gobierno naufragase? Mi opinión es que no, pero le convenía disimular y aparentar lo contrario.
Le conviene más que el PSOE haga el trabajo sucio, que las disposiciones impopulares entren en vigor, que aumente el descontento, y si la reforma laboral consagra el fracaso del diálogo social, y los sindicatos convocan la huelga general, miel sobre hojuelas.
El PP, entre tanto, siguiendo el proverbio chino, se mantiene a la espera de ver pasar el cadáver de su enemigo, o lo que es lo mismo, a que el Gobierno, en plena soledad parlamentaria se hunda por sí mismo. En efecto, si el PSOE perdiera las próximas elecciones generales, no sería porque el rival le hubiera arrebatado la victoria sino por los bandazos de Rodríguez Zapatero, que afronta la crisis con políticas insolidarias y más que discutible eficacia.
La situación creada y las tardías cuanto negativas medidas arbitradas para combatirla, permiten a Rajoy erigirse en defensor de los pensionistas congelados y de los funcionarios rebajados, en una auténtica confusión de papeles y un baile de disfraces.
El sedicente partido de izquierda y progresista obligando a los más débiles a apretarse el cinturón y recortando derechos a los trabajadores, en tanto vemos al partido conservador proclamándose adalid de los pobres. Ante tales comportamientos nada tiene de extraño que los ciudadanos estén hastiados de la clase política que nos ha tocado en suerte hasta considerarla el tercer problema público en las encuestas.
Si al líder conservador le salieran las cuentas, sobre las ruinas del PSOE se encaramaría a la Moncloa y si entonces se viera forzado a endurecer aun más el proceso de ajuste, ya tendría asegurado el pretexto con la desastrosa herencia recibida.
Contra lo que pudiera parecer, creo que el PP se frota las manos con las dificultades del país sabiendo que le llevarán al poder. Otra cosa es que esa actitud se compadezca con el sentido de Estado, altura de miras o política honesta.

viernes, 28 de mayo de 2010

África, un continente sin futuro

El continente africano vive una situación caótica y dramática, sin que se vea la luz al final del túnel. Como si en él se hubieran dado cita todas las plagas, conviven el hambre, la sequía, desertización, sida, paludismo, explosión demográfica, anarquía, corrupción y guerras tribales forman un catálogo de desastres que sumen a la población en la desesperanza. Una situación que tiende a empeorar conforme pasa el tiempo, cual si una maldición convirtiera en un infierno el continente negro. Somalia, Nigeria, Liberia, Guinea Bissau, Angola, Congo, Ruanda, Burundi, Sierra Leona, Zimbabwe, Mali, Sudán, son algunos de los nombres que aparecen con frecuencia en los medios de comunicación a medida que surgen en ellos brotes de revoluciones, golpes de Estado o matanzas monstruosas, a manera de erupciones volcánicas. En realidad, apenas se puede localizar en el mapa un país con un mínimo de estabilidad política donde haya arraigado la democracia y que conduzca sus asuntos de forma razonable en normalidad.

El mundo desarrollado cierra los ojos ante este sombrío panorama y mira para otro lado como si no supiera qué hacer, como no sea expoliar sus recursos naturales y enviar armas para que los dictadores de turno se mantengan en el poder o las empleen en guerras con los vecinos.

Últimamente varios Estados africanos han trasladado sus problemas a Europa en forma de emigraciones masivas incontroladas en condiciones de gran riesgo, a la búsqueda de unas condiciones de vida que les niegan sus países de origen, lo que provoca que en los países de destino como España e Italia aparezcan serias crisis de difícil gestión.

Las medidas adoptadas hasta ahora desde el exterior han sido otros tantos fracasos. No valen por insuficientes los envíos de misioneros y ONGs ni vale la donación de alimentos en situaciones de emergencia para después olvidarse de lo que allí ocurre, lo que tiende a convertir a los africanos en permanentes pedigüeños, en lugar de remediar las deficiencias estructurales, y vale todavía menos el comercio desigual que hace competir en los mercados los productos autóctonos con los de los países industrializados, exportados con subvenciones.

La situación se complica porque los gobiernos corruptos establecidos aprendieron muy bien el principio de soberanía nacional para rechazar cualquier interferencia exterior, cuya aplicación les sirve de pretexto para seguir gobernando despóticamente sin implantar las reformas que facilitarían el progreso económico y el bienestar de la población. Para esos países la independencia significó pasar de depender de una élite extranjera a una camarilla de oligarcas nacionales que detenta el poder en permanente disputa con rivales internos.

Pero la comunidad internacional no puede arrojar la toalla, tanto por razones de justicia y solidaridad como por conveniencia propia, pues no en vano la globalización ha transformado los problemas locales en internacionales que nos afectan a todos.

Pienso que se dan las condiciones necesarias para que Naciones Unidas convoque una conferencia de las mayores potencias económicas del mundo y de los líderes africanos de la que deberia salir una réplica del famoso Plan Marshall financiado por las primeras y consensuado con los gobiernos receptores que abra horizontes de esperanza al continente cuna de la humanidad.

jueves, 29 de abril de 2010

Poderes ocultos

En contra de lo que pudiera creerse sobre el auge en nuestros días de los medios de comunicación social y de la libertad de prensa, vivimos una época en la que florecen poderes que se mueven en la sombra, con enorme capacidad para influir en nuestras vidas, condicionar las decisiones de las instancias públicas y sustraerse al imperio de la ley. Se caracterizan por su estructura jerarquizada piramidal, por la autonomía de sus órganos de gobierno, por la opacidad de su actuación y por la ausencia de legitimidad democrática y de control externo.
Entre los poderes ocultos los hay que son de naturaleza intrínsecamente perversa y se mueven en la más espesa oscuridad para eludir la acción de la justicia. Libran sus batallas en las cloacas de la sociedad de las que apenas emerge la punta del iceberg. Su “modus operando” es actuar de forma clandestina o con apariencia de legalidad por medio de testaferros y su arma predilecta es el dinero –poderoso caballero, como lo definió Quevedo- que moviliza a unos y paraliza a otros. No descartan, sin embargo, el empleo de procedimientos contundentes para conseguir sus fines, como la violencia, la coacción y el chantaje.
Las organizaciones que mejor responden a estas connotaciones son las mafias que tienen por fin único o preferente el narcotráfico, la trata de blancas, el juego ilegal, el contrabando y el traslado clandestino de emigrantes. Encajan también los movimientos terroristas en los que el asesinato, la extorsión o el secuestro son sus tarjetas de presentación.
Un segundo grupo englobaría aquellas asociaciones privadas reconocidas que no persiguen fines ilícitos, siquiera nominalmente, pero que no actúan a cara descubierta, bajo sociedades interpuestas que ocultan el nombre de la asociación a la que pertenecen, la cual, a su vez, debe obediencia a otra entidad supranacional. Es el caso de las logias masónicas, la Trilateral, las sectas seudorreligiosas y grupos afines. En algunos de ellos destaca su actuación como grupos de presión en favor de sus intereses.
Curiosamente, algunos poderes ocultos existen por obra y gracia del Estado, como los servicios secretos, destinados a espiar a los propios ciudadanos y a los extranjeros que operan en el filo de la ley, cuando no totalmente al margen, tanto dentro del territorio nacional como en el exterior. Son los organismos oficiales que encarnan la razón de Estado, es decir, la cara sin rostro del Estado de Derecho. Aunque sin dependencia directa oficial pero estrechamente vinculadas a las autoridades o a departamentos ministeriales, tenemos las sociedades dedicadas al tráfico de armas, amparadas en el secreto pero con cobertura legal y con frecuencia ligadas a los servicios de espionaje.
Un nuevo poder oculto, no institucionalizado ni controlado externamente ha surgido en los últimos tiempos. Se trata de los especuladores internacionales que, favorecidos por la instantaneidad de las comunicaciones y la libertad de movimientos de los capitales, desplazan enormes sumas de una plaza a otra, llevan la inestabilidad a los mercados financieros, alteran las paridades monetarias y ponen en peligro la política económica de los gobiernos, y en definitiva, el desarrollo económico y la paz social. Lo ocurrido recientemente con la especulación de los mercados contra Grecia es un ejemplo convincente del peligro que la excesiva libertad entraña para la estabilidad económica de los Estados.
Con características peculiares cabe incluir en el conjunto de los poderes ocultos los medios de comunicación, el cuarto poder del Estado. Constituyen un poder esencial en las democracias que sin embargo, en el ejercicio mal entendido de la libertad de expresión puede resultar funesto cuando se pone al servicio de intereses particulares, a veces inconfesables. El oligopolio que ejerce en Italia Berlusconi ilustra lo que supone este peligro para la salud pública y la auténtica democracia. La delicada responsabilidad de los gobiernos es velar por la independencia, la veracidad e imparcialidad de la función informativa y orientadora de la opinión. Cuando esto no ocurre debería intervenir el Estado sin que ello suponga incurrir en la censura ni el abuso de poder, ya que sería peor el remedio que la enfermedad.
Si todo poder oculto, por su propia naturaleza, entraña un riesgo de inseguridad para la ciudadanía, la amenaza adquiere mayores proporciones cuando se formalizan alianzas entre ellos o cuando se infiltran en las instancias del poder legalmente constituido. Es el caso de la financiación de las campañas electorales en favor de determinados candidatos supuestamente vinculados a intereses ocultos como puede ser el narcotráfico.
Si bien las autoridades combaten como pueden el crimen organizado y las entidades que conforman el primer grupo sin que logren erradicarlas, en los demás casos es indispensable exigir transparencia de sus fines, actividades y financiación.
La regulación de los mercados tiene que ser más estricta, recortando el campo de maniobra especulativa. En este terreno, carece de toda justificación la existencia de los paraísos fiscales por donde canalizan sus fondos las organizaciones delictivas y otras que, siendo legales, son moralmente recusables.

miércoles, 14 de abril de 2010

Quién paga la crisis

Una de las cuestiones asociadas a la crisis es el debate sobre quien debería pagar la crisis y quien la paga efectivamente. En sentido estricto, todos sentiremos las consecuencias a causa de la enorme deuda contraída, que habrá que saldar con impuestos durante varios años con el inconveniente añadido de que el dinero se gastó principalmente en aliviar las penalidades del paro masivo y en facilitar estímulos al consumo, y no para promover inversiones productivas que habrían favorecido la recuperación de la actividad económica y dotarían al país de mejores infraestructuras. No sufrirán, sin embargo, los efectos de la crisis los que contribuyeron a provocarla tales como altos ejecutivos de bancos y grandes empresas los cuales han percibido cantidades astronómicas, sobre todo en Estados Unidos, en forma de salario fijo, bonos, opciones, fondos de pensiones y blindajes en caso de despido, pese al grado de responsabilidad contraída que, con sus manejos llevaron en algunos casos a la ruina de sus empresas. En España tenemos ejemplos por demás elocuentes como lo cobrado por los distintos conceptos en 2008 por el consejero delegado de Iberdrola que ascendió a 16 millones de euros, tanto como lo que cobrarían 2.200 trabajadores durante un año con salario mínimo. Una injusticia social. Un escándalo obsceno.

Tampoco pagarán muchos promotores inmobiliarios que acumularon descomunales beneficios, a veces gracias a inconfesables “pelotazos” urbanísticos compartidos con corporaciones corruptas, ni notarios y registradores que obtuvieron exorbitantes ingresos en tiempo de vacas gordas en virtud de su estatus monopolístico.
Sin duda el inmerecido castigo recaerá sobre los asalariados, comenzando por los acogidos al régimen de contratación temporal y los inmigrantes al perder sus empleos sin indemnización por despido. Su número rebasa los cuatro millones, una cifra que es el más grave exponente de la recesión. Otros “paganos” son los autónomos que, por la disminución de sus clientes se ven forzados al cierre de sus establecimientos. Y finalmente, quienes se ven desahuciados de sus viviendas por no poder abonar las cuotas de las hipotecas.

Como es habitual, la cadena se rompe por el eslabón más débil. ¿Tiene que ser siempre así? La respuesta es afirmativa en tanto no se cambie la organización de la sociedad y sus leyes. Aquí viene a cuento la cita de Marx y Engels en su libro “La sagrada familia”: Si el hombre es formado por las circunstancias, resulta necesario formar las circunstancias humanamente.

lunes, 5 de abril de 2010

Paliativos de la crisis

El inicio de la recesión que padecemos desde hace más de dos años cogió desprevenidas a las autoridades monetarias, a los políticos, que durante varios meses se obstinaron en negar su existencia, e incluso a los mejores y peores expertos.
Dada la imprevisión, la negación y la ignorancia, no es de extrañar que sus efectos se propagasen con tanta rapidez y alcanzasen la profundidad que conocemos. La demora del diagnóstico explica que la terapia aplicada fuese tardía y que las medidas adoptadas hasta ahora, un tanto inconexas, hayan tenido escasa eficacia. Sí sirvieron para que los causantes salvaran su pellejo con inyecciones de capital público que pagamos todos.
En lo que suele haber general asentimiento es en que las circunstancias imponen un menor gasto público y un refuerzo de los ingresos presupuestarios. Lo primero exige reducir partidas que no se consideren imprescindibles, y lo segundo obliga a una elevación de los impuestos. Desechados los recortes sociales entre los que se incluyen las cuantiosas prestaciones por desempleo por la contestación que suscitarían, tampoco es aconsejable suspender la ejecución de obras públicas porque implicaría un aumento del paro, de por sí situado en niveles dramáticos. El margen de maniobra no es muy amplio pero si se quiere evitar el impacto en las rentas más bajas y buscando al mismo tiempo la ejemplaridad, las medidas de ahorro podrían congelar e incluso rebajar porcentualmente los sueldos más altos de los políticos y funcionarios públicos, la supresión de determinados organismos redundantes, evitar en lo posible la publicidad institucional, restringir el uso de vehículos oficiales, y limitar los viajes de funcionarios y diputados. En resumen reducir los gastos corrientes y adelgazar las Administraciones.
El aumento de los impuestos siempre es mal recibido por los contribuyentes que pueden traducir su enfado en negarle el voto al partido gobernante en favor de los que se opongan aun cuando esta actitud carezca de razones de peso, ya que sin ingresos públicos suficientes, el Estado del bienestar dejaría de cumplir su función.
El buen sentido aconseja que la nueva fiscalidad repercuta lo menos posible en la disminución del consumo y en el aumento del IPC. Por esta y otras razones de equidad, el aumento tributario debería recaer sobre los impuestos directos, y en concreto, sobre los ingresos personales en sus tramos más altos. Pero el Gobierno encontró más fácil y con menos resistencia recargar el IVA, pasándoles la factura a los consumidores en general sin distinción del poder adquisitivo de cada uno.
Tal medida agrava la regresividad del sistema tributario y su inequidad, como pone de relieve el hecho de que siendo la participación de los salarios inferior al 50% de la renta nacional, soportan el 80% del IRPF. Esta desigualdad se acentúa desde que el gobierno socialista, que se proclama progresista y de izquierda, copiando la medida del gobierno del Partido Popular, suprimió el impuesto sobre el patrimonio y rebajó la tarifa máxima del impuesto sobre la renta del 48% al 45%.
La crisis que padecemos se caracteriza por una drástica sequía del crédito bancario que contrae la actividad económica, acrecienta el paro, disminuye el consumo y eleva la morosidad, cerrándose así el círculo vicioso que estrangula la capacidad del sistema financiero para engrasar la maquinaria económica con la necesaria fluidez crediticia.
Sería preciso implantar medidas que inviertan el proceso, o sea, que las entidades financieras volvieran a abrir la mano del crédito. Pienso que este objetivo podría lograrse si los préstamos hipotecarios se pusieran al corriente de sus vencimientos. A tal efecto, el Estado cubriría los pagos correspondientes a dos anualidades, subrogándose en la deuda de los titulares. Se evitarían así los desahucios por falta de pago, se estimularía el consumo y los bancos y cajas dispondrían de fondos para atender la demanda de los empresarios a la vez que disminuirían la obligación de dotar provisiones por fallidos. Es decir, entraríamos en un círculo virtuoso en el que dejarían de influir los factores que alimentan la recesión.

sábado, 27 de marzo de 2010

Los desastres de la naturaleza

La frecuencia y gravedad de las catástrofes naturales que se han sucedido en los últimos tiempos –recordemos como más recientes los terremotos de Haiti y Chile- avalan la hipótesis de que, por muy diversas razones, la peligrosidad del planeta va en aumento. Seísmos, inundaciones, sequías prolongadas, ciclones, tornados y corrimientos de tierras son algunas de tantas manifestaciones de la inestabilidad telúrica, a la vez que no son ajenas a la actividad del hombre. A consecuencia de tales cataclismos, cada año perecen miles de vidas humanas y se ocasionan daños materiales por valor incalculable que sumen en la desesperación y la ruina a millones de supervivientes en las zonas afectadas.
Característica común de todos estos fenómenos es su mayor incidencia en los países menos desarrollados, que si bien obedecen a una falta de preparación para afrontarlos, pareciera que la madre naturaleza, ejerciendo de madrastra, se complace en ensañarse con los más débiles para agrandar sus desdichas.
Paradójicamente, son las economías más industrializadas las que más contribuyen al cambio climático y al desencadenamiento de las calamidades medioambientales con la emisión de gases de efecto invernadero, la deforestación de los bosques y la explotación exhaustiva de los recursos naturales no renovables.
A pesar de los avances científicos y técnicos, todavía no sabemos como domeñar las manifestaciones extremas de los elementos pero, así como la medicina se conforma con aliviar el dolor cuando no puede curar las enfermedades que lo producen, razones de justicia y responsabilidad deberían ser motivos suficientes para acceder con premura a los lugares devastados en auxilio de las poblaciones castigadas, asumiendo la comunidad mundial el coste de la reparación de los daños ocasionados.
Sugiero que la fórmula aplicable podría ser la de un seguro de riesgos catastróficos, gestionado por una agencia especializada de Naciones Unidas y financiada por un determinado porcentaje del producto interior bruto (PIB) de todas las naciones, lo que permitiría que el coste recayese mayoritariamente sobre los países más ricos, como es justo y equitativo.
Con un sistema asegurador de esta naturaleza sería posible contar con equipos de salvamento especializados y primeros auxilios y disponer de una red de depósitos estratégicamente situados en zonas seleccionadas con los que socorrer sin demora a los damnificados y tomar las medidas adecuadas para reducir al mínimo el número de víctimas y la gravedad de los siniestros, adoptando seguidamente las oportunas medidas para reparar las infraestructuras dañadas. Tendríamos así una especie de ejército internacional de paz que actuaría a modo de compensación de los graves perjuicios que comporta la globalización de la economía a las regiones más pobres por su incapacidad para defenderse de la explotación abusiva de las multinacionales y de los bajos precios que les pagan por sus materias primas y alimentos naturales.

viernes, 12 de marzo de 2010

Autores y víctimas de la crisis

Dos años después del estallido de la crisis financiera, ya es posible adelantar algunas lecciones que se desprenden de lo ocurrido y hacer con respecto a España un reparto de responsabilidades.
Responsables. Tal vez se pueda afirmar sin temor a equivocarse que son muchos los implicados con distinto grado de participación. Es inevitable citar a los banqueros como principales agentes causantes, pero también jugaron su papel el Gobierno, el Banco de España y los ciudadanos de a pie. Y entre todos la mataron y ella sola se murió.
Los banqueros, devorados por la codicia, alimentaron la burbuja inmobiliaria dando dinero a cambio de hipotecas con criterios tan heterodoxos que no solo valoraban los inmuebles ofrecidos en garantía con holgura sino que prestaban por encima del valor de tasación. La cuestión era ampliar el volumen de negocio en aras de aumentar el beneficio, aunque para ello tuvieran que endeudarse a corto o medio plazo en los mercados internacionales para suplir la insuficiencia del ahorro nacional.
Gracias a tales prácticas, los promotores inmobiliarios pudieron financiar la construcción de viviendas en exceso, con tal euforia que en 2007 se edificaron más pisos que en Alemania y Francia conjuntamente. Todo basado en la falsa creencia de que los inmuebles eran activos seguros por excelencia, sin posibilidad de que pudieran descender los precios de mercado.
Entre tanto, el Gobierno miraba para otra parte complacido de que el PIB crecía, el paro menguaba, los impuestos aumentaban y todos vivíamos en una burbuja de prosperidad artificial, sin reparar en los desequilibrios macroeconómicos provocados por un crecimiento asentado sobre bases frágiles. Durante meses se empeñó en negar la existencia de la crisis cuando ya eran evidentes sus efectos, y el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, a la pregunta de si había crisis o no, respondió en junio de 2008: “Como todo, es opinable y depende de lo que se entienda por crisis. La economía creció el año pasado un 3,5% y este año va a crecer en torno al 2%” El aumento real del PIB fue del 0,9%, inferior a la mitad de lo previsto. Con tan desacertado diagnóstico no es de extrañar que se reaccionase tarde y con medidas inconexas, ajenas a un plan coordinado anticrisis y por tanto de escasos o nulos efectos.
La misma política del gobierno y el sistema financiero de no advertir y corregir a tiempo los desfases del ciclo fue seguida o inspirada por los bancos centrales y los organismos internacionales (Fondo Monetario Internacional, Reserva nacional norteamericana, Banco Central Europeo y Banco Mundial) que hicieron dejación de sus facultades de aviso, control e inspección que tienen encomendadas.
Tampoco están exentas de responsabilidad las familias, que se endeudaron más allá de todo límite razonable como si la bonanza económica no tuviese fin y, naturalmente, de aquellos polvos vinieron estos lodos. Es decir, al endeudamiento incontenible sucedió la morosidad bancaria y la insolvencia de los particulares y de las empresas.

Hemos visto que quienes provocaron la crisis, entre los cuales ocupan un lugar destacado los grandes bancos y sus principales ejecutivos que pusieron en peligro la propia existencia de las respectivas entidades con su gestión inepta y temeraria, salieron indemnes del desastre. Ninguno dio con sus huesos en la cárcel ni sufrieron sanción alguna. Al contrario, siguieron cobrando sus ingresos de fábula. Un caso paradigmático fue el de la Caja de Castilla-La Mancha que hubo de ser intervenida por el Banco de España para evitar su quiebra en tanto que sus gestores quedaban sin sanción alguna.
El Gobierno, con el dinero de todos, aportó cantidades ingentes de recursos a los bancos para prevenir la quiebra inminente del sistema financiero. Un ejemplo ilustrativo del trato injusto fue el que protagonizó el presidente del Banco de Bilbao Vizcaya, Francisco González, que, entre salario, retribución variable y fondo de pensiones se embolsó en 2008 la cantidad de 9.000.000 de euros por más que su banco viese recortados sus beneficios y el dividendo.
También se favorecieron de las circunstancias algunos promotores inmobiliarios que acumularon enormes ganancias en los años de vacas gordas, gracias en ocasiones a escandalosos “pelotazos” urbanísticos, compartidos con corporaciones municipales corruptas. Otros que también hicieron su agosto por el “boom” inmobiliario fueron los notarios, registradores y arquitectos merced al privilegiado “status” monopolístico de sus profesiones.
Se puede decir que con excepción de las personas antes citadas que salieron airosas del desastre, toda la población en mayor o menor medida se vio perjudicada. Se podría afirmar que nunca tan pocos arruinaron a tantos. Tomando la terminología del economista italiano Cipolla, los primeros serían clasificados como “estúpidos bandidos” (los estúpidos que hacen daño a los demás en beneficio propio).
Entre los perdedores son dignos de mención, en primer lugar, los millones de parados que, al perder su empleo, quedaron sin su única fuente de ingresos y de repente se vieron sumidos en la pobreza.
Otros perjudicados fueron los accionistas que vieron como sus inversiones mobiliarias se volatilizaron, aunque más tarde se recuperaron en parte. En general, toda la población sufrió las consecuencias de la crisis, entre otras razones, porque de los bolsillos de de los contribuyentes salieron las sumas multimillonarias que el Gobierno facilitó a los bancos para recuperar su liquidez y solvencia, y en definitiva, para evitar el colapso del sistema crediticio y productivo.
El menor poder adquisitivo de la gente y el temor al futuro redujeron drásticamente el consumo, lo que se tradujo en la recesión, que a su vez ocasionó el cierre de miles de empresas, con el consiguiente despido de sus trabajadores.