domingo, 20 de mayo de 2012

Todos podemos ayudar


  Recientemente tuve ocasión de asistir a una conferencia impartida a jubilados por J. Jornet, presidenta del Banco Alimentar, una entidad portuguesa sin ánimo de lucro que recoge cada día 40.000 kilos de alimentos de donativos de los centros comerciales para su distribución entre los pobres.

   La conferenciante reivindicó el papel que desempeñan los mayores en la sociedad actual, muchos de los cuales, en España como en Portugal comparten su pensión de jubilación con sus hijos y nietos, muchas  veces en paro, como forma solidaria de superar los efectos de la crisis, y elogió su disposición a hacer llegar a los jóvenes y no tan jóvenes su experiencia para insuflarles  un  aire refrescante de optimismo tan alejado del catastrofismo como de la euforia, que ayude a soportar los agobios y apremios del presente.

    Los abuelos están en condiciones de dar lecciones de austeridad y humildad que forman parte de su pasado, por haber conocido y practicado ambas cualidades a lo largo de sus vidas que les ayudaron a sobrevivir a las trágicas consecuencias de la Guerra Civil, agravadas posteriormente por la Segunda Guerra Mundial por más que los españoles no hubiéramos participado directamente en ella, lo que no nos libró de sufrir privaciones. Pasamos del “I Año Triunfal, “II Año Triunfal” y “III Año Triunfal” al “Año de la Victoria”.

    En aquellos malhadados tiempos de guerra y posguerra las dificultades se multiplicaban. Sobre la pobreza general del país antes de la contienda sobrevino el vendaval de la guerra fratricida que se prolongó a lo largo de tres interminables años en los que cientos de miles de personas perdieron su vida, y cuando se silenciaron las armas, otros muchos españoles se habían exiliado o permanecían recluidos en campos de concentración, y sobre este panorama aterrador planeaba la fractura social que dividía a la patria común entre vencedores y vencidos.
    Entonces no había televisión, ni Internet, ni móviles, ni siquiera cine en color para aliviar las penas, e  incluso la luz eléctrica sufría frecuentes apagones, y lo que era peor, el racionamiento desde alimentos a tabaco. Hubo que agarrarse a la vida para no dimitir. Y por supuesto, nadie se planteaba ir de vacaciones, comprar coche o adquirir una segunda vivienda que ahora nos parece normal. Bien al contrario, preocupaciones más acuciantes dominaban nuestro existir. Mientras en las ciudades se formaban largas colas a horas intempestivas para conseguir pan en cantidad limitada, que podía ser de centeno, cebada e incluso de algarroba, porque el de trigo era privilegio de unos pocos, el racionamiento de alimentos y tabaco que se mantuvo hasta 1953, en las aldeas de Galicia, donde, por cierto, vivía mucha más gente que ahora, se cocía el pan de maíz para una semana, y en la “lareira” se hacía la “bica”, una especie de torta de dicho cereal.

    Quienes aun respiramos somos supervivientes de las más adversas circunstancias y también somos testigos del increíble cambio de las condiciones de vida que disfrutamos últimamente hasta el 2009 en que se desencadenó la maldita crisis.
   
    La enseñanza que puede extraerse de tan profundas transformaciones es que nada hay perfecto ni permanente, que la vida es tremendamente tenaz y que los tiempos de abundancia tienen aspectos ingratos, van acompañados de desigualdad social y contienen el germen de los cambios a peor en un proceso recurrente de vacas gordas a vacas flacas y viceversa. Aun cuando lo malo es susceptible de empeorar, normalmente, del túnel se termina saliendo a la luz, como de la enfermedad se sale a la salud, reflexión que debe estimularnos para conservar la esperanza en los momentos de desazón.
    Los que hemos pasado por tres generaciones carecíamos de muchos bienes y comodidades que hoy nos parecen normales cuando no indispensables para una vida digna, pero no sufríamos apetencias desordenadas, estrés, tensiones y depresiones a que nos conduce la publicidad. la fiebre de poseer lo deseable aunque no esté a nuestro alcance, que a menudo dista mucho de  ser tan necesario para el auténtico bienestar como nos hace creer la publicidad empeñada en que el comprar  sea un  hábito  irrefrenable. Como alguien ha dicho, con razón, no es más rico quien más bienes posee sino quien menos necesidades tiene.
    Reflexionar sobre el pasado nos enseña a comprender el presente y puede ayudar a los jóvenes a buscar el lado bueno de las cosas, a sacar fuerzas de flaqueza para encarar el futuro con una dosis de optimismo sin dejar por ello de prepararse con esfuerzo, creatividad y tesón. La comunicación entre distintas generaciones permitirá fecundar la alianza de la experiencia con el impulso  juvenil. Todos podemos mejorar nuestro mundo para hacerlo más habitable.

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