jueves, 19 de abril de 2012

Valores éticos y razón de Estado


    En el inútil intento de justificar el comportamiento ilícito de los Estados, los politólogos se acogen a tres teorías  diferentes. En unos casos se sustenta el principio de que, excepcionalmente, el fin justifica los medios, ampara la razón de Estado. Y dado que el fin de la política es el bien común, se consideraría admisible que el Estado no estuviera sujeto a los condicionantes y limitaciones de la ética. Como la razón de Estado es interpretada por el poder, fácilmente se colige que puede servir de coartada a los abusos, incluida la práctica de la tortura y los crímenes de Estado.
    El segundo argumento reconoce la subordinación de la política a la moral, pero admite  excepciones en casos extremos en los que  sería explicable que prevaleciera la política sobre la moral y se justificaría la vulneración de las leyes, como sería el caso de la declaración de la suspensión de los derechos constitucionales. Al no tipificarse los estados excepcionales, quedaría su declaración al arbitrio de quien estuviera asistido por la fuerza: nos encontraríamos de hecho en el primer supuesto.
    A este principio se acoge la Constitución española al determinar en su art. 116 los requisitos para la declaración de los estados de alarma, de excepción y de sitio, sin definirlos.
    Por último, otros teóricos contraponen la ética de los principios a la ética de los resultados. Mientras la primera juzga los hechos con arreglo a los principios, la segunda justificaría la acción u omisión en función de las consecuencias que se supone se derivarían de actuar en forma distinta. Este es el argumento que esgrime EE.UU. para justificar las detenciones de Guantánamo de supuestos miembros de Al Qaeda sin juicio y sometidos a tortura en función de la información que pudieran proporcionar por dichos medios. El moralista, antes de decidir el camino a seguir, se pregunta a qué norma debe atenerse. La cuestión para el político, que no defiende los intereses particulares sino los generales, es de otro orden: “Qué resultados acarrearía mi decisión”. Para el individuo es el principio indeclinable, su máxima es cúmplase la justicia aunque perezca el mundo, pero el político tiene que buscar para su pueblo el mal menor y no puede asumir la responsabilidad de que el mundo perezca. Sus conciudadanos le habrán elegido para salvarles,  no para ser aniquilados. Aquí entraría en juego el concepto de guerra justa.
    La conclusión definitiva que se extrae del triple razonamiento es la imposibilidad de dar una explicación plausible que ampare la autonomía de la política respecto de la ética. Por tanto, no podrán alegar licitud los gobiernos para sus acciones basadas en la mentira, la violencia, el incumplimiento de lo pactado o la vulneración de la ley.
    No obstante, la supeditación a la política, es un hecho cotidiano. La triste realidad sigue siendo la vigencia de las reglas amorales dadas por el príncipe Maquiavelo, y así tenemos que, frente al precepto “no matarás”,  la historia se nos muestra como una serie inacabable de masacres. La compleja realidad de la vida social marca un abismo entre la  reconocida bondad de los principios  y su aplicación en la práctica.
    Las disquisiciones en torno a la colisión de ética y política no son un mero ejercicio de logomaquia sino que abordan un tema de permanente actualidad que enfrenta la teoría con la práctica, el ideal con la realidad.
    Los casos en los que se evidencia este contraste están a la orden del día. He aquí algunos ejemplos de la realidad contrastada.
    Servicios secretos. También llamados “servicios de inteligencia”, “servicios de información” o simplemente “servicios de espionaje y contraespionaje”, cuyo “modus operandi” se sirve del secreto, el sigilo, el disimulo y el engaño en la ejecución de su cometido. Estos servicios defienden  al Estado en las cloacas, según declaró Felipe González, a la sazón presidente del Gobierno. En ellos la publicidad y transparencia  que se exige a los actos públicos, brilla por su ausencia.
    Fondos reservados. Tienen el mismo carácter oculto de los servicios secretos, ajenos al control parlamentario y se destinan a retribuir a confidentes, chivatos, soplones e infiltrados en redes delictivas sin dejar rastros contables o fiscales, de forma que los perceptores no son identificados ni sufren detracción por IRPF o IVA
    Venta de armas. Aquí el Estado no solamente autoriza la fabricación de armas militares para su venta a otros países  sino que su exportación se considera una operación de comercio normal pero difícilmente justificable desde el punto de vista ético, especialmente cuando se envían a países en guerra o que van a ser utilizadas  para reprimir las protestas de sus ciudadanos.
    Testimonio de arrepentidos. De algún tiempo a esta parte se tiende a admitir su testimonio y al mismo tiempo a discutir la figura del “arrepentido” como un colaborador singular de la justicia, especialmente en el contexto de la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado. Estamos ante delincuentes que en un momento determinado, por distintos motivos, deciden traicionar a sus socios y se convierte en acusador, facilitando con ello la detención y posterior juicio de la banda a la que pertenecía. El precio que puede poner por su delación es la exoneración o la reducción sustancial de la pena que en su caso le correspondería, exigiendo a la Administración la garantía de su seguridad, pudiendo facilitarle una nueva identidad. Esto supone una claudicación de la justicia que suscita el rechazo de algunos juristas, porque además, el supuesto arrepentido  puede no ser tal sino que actúe  por un móvil de venganza o por librarse en la medida de lo posible, de la expiación de sus delitos, sobre todo si el juicio se celebra sin la presencia del inculpado que por tal razón no puede defenderse, porque el acusador tenderá a atribuir a otros la autoría de los delitos que él cometió.
    Quienes admiten la figura del arrepentido lo hacen en base a la eficacia de la labor represiva. Esta actitud pone en cuestión la validez del principio de que los fines  perseguidos no deben justificar los medios. Lo contrario configuraría un ejemplo  práctico de elección  entre la ética de los principios y la ética  de los resultados. Quienes defienden el primer supuesto se atienen al respeto de la norma, quienes optan por el segundo supuesto, se amparan en las consecuencias de sus actos.
    En España, la doctrina del Tribunal Supremo es contraria a la obtención de pruebas por medios reputados de ilícitos como el descubrimiento de un delito por medio de escuchas telefónicas no autorizado. Recientemente hemos asistido a un caso de discutible eticidad. Cuando el juez Garzón tuvo fundadas sospechas de que unos abogados se habían confabulado con sus defendidos en prisión, intervino sus comunicaciones telefónicas. Denunciado, el Tribunal Supremo lo condenó a once años de inhabilitación, lo que supuso el final de su carrera.
    También son rechazadas las pruebas obtenidas por la entrada en domicilio sin autorización judicial, o mediante la provocación del delito como sería el caso de un agente que se finge comprador de droga. El sistema de garantías que puede dejar impunes delitos probados, es difícilmente aceptado por la opinión pública pero es la servidumbre que impone el funcionamiento del Estado de derecho.

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