domingo, 26 de febrero de 2012

Dramático dilema


  Por una serie de circunstancias encadenadas, vinculadas al modelo neoliberal que impulsaron en su día la primera ministra del Reino Unido, Margaret Thatcher y el presidente norteamericano Ronald Reagan, y la permisividad, cuando no el seguidismo de la socialdemocracia que no supo o no quiso ofrecer alternativas, la economía española se enfrenta a un dilema en el que las disyuntivas  son igualmente negativas, si bien una más que otra.
    En síntesis se trata  de optar entre reducir el déficit presupuestario a todo trance a riesgo de colapsar la actividad económica, y establecer estímulos, aunque sean temporales, para facilitar el crecimiento o la creación de puestos de trabajo. Lo que estamos sintiendo es que nuestros gobiernos se inclinan por la primera salida pese a sus efectos paralizantes. Es descorazonador ver lo poco que hemos aprendido de la Gran Depresión de 1929, tan semejante a la crisis actual, de modo que prolonguemos el tratamiento de choque  aunque el enfermo se muera.
    La economía se halla en recesión y el paro escala cotas impensables que duplican la tasa media de la UE y amenaza la estabilidad social. Ambos factores, recesión y desempleo, convierten la crisis en un círculo vicioso:  el descenso de la producción origina paro, la pérdida de capacidad adquisitiva disminuye el consumo y agrava la desocupación.
    Se llegó a este estado de cosas por el estallido de la burbuja inmobiliaria impulsada por la expansión de crédito tóxico, por la desregulación del sistema financiero y la consiguiente deslegitimación del Estado, el que a su vez abdicó de su función supervisora en beneficio de los grupos de presión.
    Las políticas neoliberales han deshumanizado las relaciones sociales, convertido el sector financiero en un casino y transformando los derechos laborales que tantos años de luchas sindicales ha costado conquistar, en letra muerta. Se eliminan sin reparo, previa la creación de una atmósfera de  miedo, comenzando por sostener que la patología económica no admite otro tratamiento, afirmación basada en los postulados del pensamiento único, y si es preciso, las patronales nos venden el favor de que las medidas adoptadas buscan hacer el menor daño posible a los trabajadores. Es como si nos dijeran que es preciso amputar las piernas pero se conforman, de momento, con cortar una sola.
    Como es natural, estas medidas agravan la tensión entre los trabajadores y ponen en peligro la paz social. Hasta ahora los subsidios de paro, la espita de la emigración, la economía sumergida y la red familiar aportan un colchón amortiguador. Empero, si como es de temer, la última reforma laboral no surte los efectos deseados, si el paro se extiende a seis millones y la mitad de los jóvenes no tienen acceso al mercado de trabajo, nadie puede predecir las consecuencias, como en Rusia no se pudo prever la revolución de octubre de 1917 y como la monarquía no se apercibió de la incubación de la revolución francesa de 1789. Se atribuye a Goethe la frase “prefiero la injusticia al desorden”, pero el razonamiento no se sostiene porque la injusticia es en sí misma una manifestación del desorden. En el mundo proliferan los movimientos de protestas que en España protagonizó el movimiento 15M. De momento parece haber perdido impulso, mas no es descartable que resurja con la aparición de un líder que aglutine la inquietud y la indignación de las masas, que haga uso de la fuerza y comience por la violencia ciega como hemos visto en la Plaza Syntagma de Atenas. Cuando la tensión alcanza una situación límite, la reacción es impredecible.
    Que el Estado emplee miles de millones de dinero público en rescatar a las entidades financieras del desastre al que les llevó su pésima gestión mientras familias sin recursos son desalojadas de sus viviendas, en tanto presidentes y consejeros delegados perciben sueldos millonarios o se prejubilan con pensiones escandalosas, son argumentos que ponen a prueba la paciencia del más templado.
    Ojalá que la sociedad reaccione a tiempo para evitar que las pasiones se desborden con las funestas consecuencias que son de temer de la ira embalsada provocada por una distribución de la renta tan desigual como injusta. Las autoridades deben ser conscientes del peligro que entraña el descontento popular.

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