jueves, 17 de noviembre de 2011

Motivos para indignarse

Es una explicación recurrente que la cruz que llevamos a cuestas con nombre de crisis no es solamente económica o financiera sino de valores. Esta desconsoladora constatación se refleja también en el comportamiento y quehacer de los particulares, y lo que es más lamentable es la actitud de las instituciones que suscita entre las gentes sencillas, además de sorpresa y asombro, enfado y cabreo, y hasta la desesperanza de que pueda corregirse el desmadre, el exceso de codicia y la lacerante injusticia social que padecemos. En definitiva, el desorden en que nos movemos da motivos más que suficientes para sentirnos indignados.

He aquí una somera relación, que no pretende ser exhaustiva, de abusos y transgresiones legales que abona el diagnóstico precedente.

1. Es intolerable que España soporte una tasa de paro del 21% de la población activa que somete a cerca del 50% de los jóvenes a buscar trabajo en vano.

2. En este contexto, carece de sentido que se haya elevado la edad de jubilación de 65 a 67 años al mismo tiempo que se prejubila a trabajadores a partir de los 50 años.

3. Es incomprensible que en un Estado social de derecho, directivos de bancos, cajas de ahorros y grandes empresas tengan sus cargos blindados, y perciban además de sueldos millonarios indemnizaciones, “bonus” y pensiones de cantidades escandalosas, incluso después de que sus empresas fueran apuntaladas con dinero público para evitar la quiebra.

4. Repugna a la conciencia la impunidad fáctica de gestores de entidades financieras que llevaron a sus empresas a la ruina y son retribuidos con dádivas de fábula, mientras la inmensa mayoría de los trabajadores son despedidos con indemnizaciones mínimas o sin ninguna si se trata de contratos temporales. Estos, sin haber tenido arte ni parte en el desastre, son los más castigados.

5. Es inadmisible la impunidad de que gozan los políticos que derrocharon los recursos públicos en aeropuertos sin aviones, autopistas sin tráfico, auditorios sin programación, piscinas climatizadas en pueblos sin nadadores, campos de fútbol en aldeas dotados de césped artificial y tantos otros disparates. Y para más inri, a costa de endeudar a sus respectivas haciendas hasta las cejas. Sin ánimo de sacar a colación casos particulares que producen sonrojo, no me resisto a citar un caso arquetípicos por su reciente pronunciamiento judicial. La Generalidad valenciana pagó al arquitecto Santiago Calatrava 15 millones de euros por diseñar un proyecto urbanístico en 2004 que ni se ha hecho ni probablemente se hará. La denuncia por supuesta prevaricación y malversación de caudales públicos fue archivada por no existir “la figura delictiva del derroche de dinero público por parte de los gestores de ese dinero público”. Increíble.

6. Indigna que la misma impunidad ampare a corporaciones locales que dan licencias de obras ilegales, y cuando los tribunales obligan a su demolición, o bien se regularizan con otra ilegitimidad incluyéndolas en un plan de ordenación urbana o, si hubiera responsabilidad económica, se pasa la factura a Juan Pueblo que es quien paga los platos rotos. Tanto los causantes directos como los altos funcionarios encargados de supervisar los acuerdos adoptados y las obras ejecutadas, hacen dejación de sus funciones y miran para otro lado; aquí no pasa nada. Si alguien cree que apunto, entre otros, al Banco de España, no va descaminado.

7. Cuando uno ve que de los 3.000 defraudadores a Hacienda descubiertos en Liechtenstein, como del pobre Fernández, nunca más se supo, o que los equipos de fútbol de primera división adeudan a Hacienda 3.500 millones de euros sin que al parecer se les apremie como a los morosos que son desahuciados por no poder pagar sus hipotecas, uno se pregunta donde diablos han ido a parar la equidad, la igualdad ante la ley y la ética.

8. El escepticismo y el desánimo se extienden al ver que los paraísos fiscales siguen ofreciendo refugio al dinero sucio y al que se evade al control del fisco incumpliendo las reiteradas promesas de los políticos.

Si a todo lo anterior añadimos el descrédito de las instituciones y de los partidos políticos por sus actuaciones y por los innumerables episodios de corrupción en que se ven envueltos sus miembros prominentes, nos cabe la duda de si España precisa un Hércules que restablezca la vigencia de principios que nunca debieron abandonarse como la honestidad, la sobriedad, la capacidad, el sentido del deber, la responsabilidad y la transparencia de la gestión de lo público; hazaña no menor que la que el héroe mitológico acometió para limpiar los establos de Augias desviando el cauce de dos ríos. Sería como refundar el Estado.

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