domingo, 7 de agosto de 2011

La figura del cacique

Aunque el cacicazgo ha perdido terreno en los últimos tiempos todavía sobrevive y conserva vigor y profundidad en las zonas rurales del país. La figura del cacique ha sido y es denostada, hasta el extremo de convertirla en una especie de muñeco del pim pam pum, a la que se lanza toda clase de dardos envenenados.
La mala prensa que tiene es reflejo de las definiciones que de la voz cacique y sus derivados nos da el Diccionario de Real Academia. Así, el nombre, de origen caribeño, alude a “una persona que en el pueblo o comarca ejerce excesiva influencia en asuntos públicos o administrativos”; caciquear es “entrometerse uno en lo que no le incumbe”, y caciquismo sería la “dominación e influencia del cacique en un pueblo o comarca”.
A mi juicio, no siempre se ajusta a la realidad la opinión negativa que acompaña a este personaje sociopolítico que ha sido, y en cierto modo, sigue siendo pieza clave en la vida de muchos “pueblos o comarcas” y en la política nacional.
Más que al cacique, a quien cabe condenar es al sistema socioeconómico que mantiene, sobre todo en el campo, el atraso y la ignorancia, lo que en cierto modo hace posible y hasta necesario el cacicazgo para remediar, al menos en parte, los efectos del abandono y el mal funcionamiento de las instituciones.
He tenido ocasión de tratar a una persona que ejerció muchos años de cacique de su pueblo y me ha hecho ver las mil facetas que convergen en el oficio, y me permitió conocer su “modus operando” que prueba un notable talento natural y adaptación al medio. Normalmente asume el cargo alguien con una cultura superior a la media local, con una situación económica desahogada, es excelente conocedor del territorio y de sus gentes, con una cierta dosis de vanidad que busca el halago y el dominio de valiosas relaciones sociales en ámbitos fuera de su residencia, especialmente entre la clase política. Convengamos que reunir todas estas cualidades no está al alcance de cualquiera.
Es una autoridad informal que ejerce en el pueblo el papel de conseguidor de bienes y servicios de interés común, como puede ser dotarlo de agua corriente y saneamiento, recogida de basuras, asfaltado de caminos, concentración parcelaria, etc. También es proclive a ejercer su influencia para solucionar problemas particulares A una familia le proporciona la beca de un hijo, a otra le facilita los trámites para ser operado uno de sus miembros aunque tenga que saltarse las listas de espera, y a una tercera le consigue una recomendación para que un hijo pueda ocupar un puesto en la Administración, pues conoce la vida y milagros de sus vecinos y sabe quien necesitas la ayuda y quien no.
Todos estos favores le granjean el cariño, o cuando menos el respeto de sus convecinos, y a los críticos les infunde temor, con lo que muy pocos osan contradecirle a pesar de que con su conducta también siembra enemigos. Son muchas las personas que acuden a él para pedirle consejo sobre los asuntos más diversos. Si alguno escribiera sus memorias nos asombraría su forma de pensar y la de actuar de los paisanos.
Por ejemplo, el caso de vecinos que aparentan ser más ricos de lo que son o el de rivalidades entre familias y entre las aldeas limítrofes.
La base para realizar con éxito sus gestiones es el mantenimiento de buenas relaciones con la Iglesia y con las autoridades provinciales y autonómicas a las que visita con cierta asiduidad con algún estudiado obsequio o las invita a comidas pantagruélicas en su casa.
Dueño del apoyo popular, no es infrecuente que el cacique sea también alcalde de su pueblo, tanto cuando el cargo era provisto a dedo por el gobernador civil como ahora en democracia, siendo elegido y reelegido un mandato tras otro. Un ejemplo paradigmático los constituye el alcalde de Beade (Ourense), que cogió el bastón de mando de manos del franquismo y lo conserva en 2011 con más de tres décadas de ejercicio. Desde la alcaldía el poder y la influencia del cacique se multiplica. Arranca promesas de la Diputación y de las consellerías, ofreciendo como contrapartida de sus peticiones los votos cautivos del municipio y ambas instituciones saben que sin su respaldo no se pueden ganar las elecciones. De esta manera refuerza su prestigio y aumenta las posibilidades de lograr inversiones públicas aunque sean de corto alcance. Huelga decir que su ideología es, por lo general, conservadora, lo que permite que conviva más amigablemente con gobiernos afines y con las autoridades eclesiásticas.
A veces el cacique de pueblo remonta el vuelo y se convierte en presidente de la Diputación desde donde el control electoral de la provincia se ejerce a través de la red de caciques locales que pagan con su adhesión los favores recibidos. De ello es una buena prueba el presidente de la Diputación de Ourense, José Luis Baltar, cuyo poder es tan firme que le echó un pulso a Fraga y lo ganó. Su arrogancia es tan evidente que se permitió transmitir el cacicazgo a su hijo nombrándole presidente del PP provincial con el designio de que le sustituya en la institución provincial.
La única forma de erradicar el caciquismo sea probablemente difundir la cultura, concienciar a la ciudadanía de que tiene derechos y deberes y fomentar la democracia participativa que impida el clientelismo como moneda de pago de favores. El objetivo no parece alcanzable a corto plazo.

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