A veces la política se manifiesta en formas laberínticas que requieren un depurado análisis para captar su correcta interpretación. Un ejemplo de este tipo se vivió en el Parlamento español el pasado 27 de mayo.
El Gobierno sometía a votación la convalidación del decreto-ley anticrisis expresivo del más drástico ajuste realizado en el país desde la implantación de la democracia, ajuste soportado sobre todo por las clases medias y bajas. El proyecto se salvó “in extremis” por la mínima diferencia de un solo voto, gracias a la abstención del partido nacionalista catalán Convergencia i Unió, que ha demostrado tener más sentido de Estado que otras formaciones políticas, al comprender que su rechazo habría precipitado al país en el abismo de la intervención de la Eurozona como le ocurrió a Grecia.
Los demás partidos se han opuesto o abstenido, argumentando el carácter regresivo, precipitado, inequitativo, y por tanto, injusto de las medidas propuestas.
El busilis del asunto está en el papel representado por el PP que, como es sabido, se opuso desde el primer momento. ¿Significaba esto el deseo de que el Gobierno naufragase? Mi opinión es que no, pero le convenía disimular y aparentar lo contrario.
Le conviene más que el PSOE haga el trabajo sucio, que las disposiciones impopulares entren en vigor, que aumente el descontento, y si la reforma laboral consagra el fracaso del diálogo social, y los sindicatos convocan la huelga general, miel sobre hojuelas.
El PP, entre tanto, siguiendo el proverbio chino, se mantiene a la espera de ver pasar el cadáver de su enemigo, o lo que es lo mismo, a que el Gobierno, en plena soledad parlamentaria se hunda por sí mismo. En efecto, si el PSOE perdiera las próximas elecciones generales, no sería porque el rival le hubiera arrebatado la victoria sino por los bandazos de Rodríguez Zapatero, que afronta la crisis con políticas insolidarias y más que discutible eficacia.
La situación creada y las tardías cuanto negativas medidas arbitradas para combatirla, permiten a Rajoy erigirse en defensor de los pensionistas congelados y de los funcionarios rebajados, en una auténtica confusión de papeles y un baile de disfraces.
El sedicente partido de izquierda y progresista obligando a los más débiles a apretarse el cinturón y recortando derechos a los trabajadores, en tanto vemos al partido conservador proclamándose adalid de los pobres. Ante tales comportamientos nada tiene de extraño que los ciudadanos estén hastiados de la clase política que nos ha tocado en suerte hasta considerarla el tercer problema público en las encuestas.
Si al líder conservador le salieran las cuentas, sobre las ruinas del PSOE se encaramaría a la Moncloa y si entonces se viera forzado a endurecer aun más el proceso de ajuste, ya tendría asegurado el pretexto con la desastrosa herencia recibida.
Contra lo que pudiera parecer, creo que el PP se frota las manos con las dificultades del país sabiendo que le llevarán al poder. Otra cosa es que esa actitud se compadezca con el sentido de Estado, altura de miras o política honesta.
El Gobierno sometía a votación la convalidación del decreto-ley anticrisis expresivo del más drástico ajuste realizado en el país desde la implantación de la democracia, ajuste soportado sobre todo por las clases medias y bajas. El proyecto se salvó “in extremis” por la mínima diferencia de un solo voto, gracias a la abstención del partido nacionalista catalán Convergencia i Unió, que ha demostrado tener más sentido de Estado que otras formaciones políticas, al comprender que su rechazo habría precipitado al país en el abismo de la intervención de la Eurozona como le ocurrió a Grecia.
Los demás partidos se han opuesto o abstenido, argumentando el carácter regresivo, precipitado, inequitativo, y por tanto, injusto de las medidas propuestas.

El busilis del asunto está en el papel representado por el PP que, como es sabido, se opuso desde el primer momento. ¿Significaba esto el deseo de que el Gobierno naufragase? Mi opinión es que no, pero le convenía disimular y aparentar lo contrario.
Le conviene más que el PSOE haga el trabajo sucio, que las disposiciones impopulares entren en vigor, que aumente el descontento, y si la reforma laboral consagra el fracaso del diálogo social, y los sindicatos convocan la huelga general, miel sobre hojuelas.
El PP, entre tanto, siguiendo el proverbio chino, se mantiene a la espera de ver pasar el cadáver de su enemigo, o lo que es lo mismo, a que el Gobierno, en plena soledad parlamentaria se hunda por sí mismo. En efecto, si el PSOE perdiera las próximas elecciones generales, no sería porque el rival le hubiera arrebatado la victoria sino por los bandazos de Rodríguez Zapatero, que afronta la crisis con políticas insolidarias y más que discutible eficacia.
La situación creada y las tardías cuanto negativas medidas arbitradas para combatirla, permiten a Rajoy erigirse en defensor de los pensionistas congelados y de los funcionarios rebajados, en una auténtica confusión de papeles y un baile de disfraces.
El sedicente partido de izquierda y progresista obligando a los más débiles a apretarse el cinturón y recortando derechos a los trabajadores, en tanto vemos al partido conservador proclamándose adalid de los pobres. Ante tales comportamientos nada tiene de extraño que los ciudadanos estén hastiados de la clase política que nos ha tocado en suerte hasta considerarla el tercer problema público en las encuestas.
Si al líder conservador le salieran las cuentas, sobre las ruinas del PSOE se encaramaría a la Moncloa y si entonces se viera forzado a endurecer aun más el proceso de ajuste, ya tendría asegurado el pretexto con la desastrosa herencia recibida.
Contra lo que pudiera parecer, creo que el PP se frota las manos con las dificultades del país sabiendo que le llevarán al poder. Otra cosa es que esa actitud se compadezca con el sentido de Estado, altura de miras o política honesta.