Según cuenta la Sagrada Escritura, cuando los descendientes de Noé construyeron la famosa torre de Babel (nombre hebreo de Babilonia) a orillas del Eufrates, con la pretensión de alcanzar el cielo (Génesis,11) hablaban todos el mismo idioma, “que era el principio de sus empresas”, pero el proyecto de llegar tan alto no agradó al Creador, que en castigo les condenó a la confusión de lenguas “para que no entendieran más los unos con los otros”.
Desde entonces la maldición bíblica sigue vigente, y cada grupo étnico se lió a crear su propio código de expresión al que atribuyó el valor de máxima seña de identidad, con tal éxito que los filólogos no se ponen de acuerdo sobre el número exacto de los que se emplean en la actualidad, sin contar los muchos que naufragaron en el torrente de la historia. En nuestros días la personificación de la babélica torre corresponde sin duda a Bruselas por las múltiples capitalidades que
acumula y la consiguiente mezcla idiomática que conlleva.
Bruselas, además de ser la capital belga lo es también de la Unión Europea y de la OTAN, convirtiéndose de hecho en la cabeza política, diplomática y militar del continente y conformando tal vez el complejo administrativo más amplio del mundo, con la posible excepción de Nueva York, sede de la ONU. Esto da a los bruselenses un marcado carácter cosmopolita, como muestra el hecho de que cuarenta de cada cien residentes son extranjeros. Funcionarios, políticos, diplomáticos y militares se dan cita en la urbe, donde existen tres parlamentos y tres ejecutivos, aparte de la corporación municipal..
Consecuencia de la concentración funcionarial propia y foránea es el gran número de lenguas que allí concurren. Solamente los representan tes de los 27 Estados comunitarios bastarían para darle colorido a la diversidad lingüística, pero a ellos hay que añadir las representaciones diplomáticas acreditadas ante el gobierno belga y la Comisión Europea. De todo ello resulta que ni el más prodigioso políglota podría identificar todas las hablas que se oyen en la Grand Place.
Bruselas es una ciudad multilingüe, pues constituye un enclave francófono en territorio flamenco, de forma que su nombre oficial es Bruselles para la población valona que se expresa en francés y Brusel para los moradores flamencos del Norte que tiene como lengua propia el neerlandés. Sobre este basamento bilingüe se asientan los hablantes de los socios de la UE que se mezclan con los inmigrantes de países extracomunitarios, como turcos, árabes o serbios.
Es obvio que Bruselas sería un pandemonium si cada cual pretendiera valerse de su lengua materna, por lo que el francés y sobre todo el inglés absorben los papeles principales de la comunicación, en perjuicio de los demás que son considerados huéspedes de segunda clase. El inglés va camino de instalarse como jerga común o lengua puente (a pesar de ser superada por la alemana en número de hablantes y ser vernácula del socio menos europeista), con lo que supone de claudicación colectiva ante la cultura anglosajona, al no prosperar la opción del esperanto que habría sido la solución más lógica y racional al no estar vinculado a ninguna potencia. La racionalidad no siempre es reconocible en las decisiones humanas.
Lo curioso es que una ciudad con voluntad internacional sea incapaz de convivir en armonía entre flamencos y valones, cuyas diferencias en torno a la forma del Estado ponen en riesgo la unidad de Bélgica.
Lamentablemente, los belgas no imitan el modelo suizo que mantiene vivas cuatro lenguas sin poner en peligro la unidad nacional.
Desde entonces la maldición bíblica sigue vigente, y cada grupo étnico se lió a crear su propio código de expresión al que atribuyó el valor de máxima seña de identidad, con tal éxito que los filólogos no se ponen de acuerdo sobre el número exacto de los que se emplean en la actualidad, sin contar los muchos que naufragaron en el torrente de la historia. En nuestros días la personificación de la babélica torre corresponde sin duda a Bruselas por las múltiples capitalidades que

Bruselas, además de ser la capital belga lo es también de la Unión Europea y de la OTAN, convirtiéndose de hecho en la cabeza política, diplomática y militar del continente y conformando tal vez el complejo administrativo más amplio del mundo, con la posible excepción de Nueva York, sede de la ONU. Esto da a los bruselenses un marcado carácter cosmopolita, como muestra el hecho de que cuarenta de cada cien residentes son extranjeros. Funcionarios, políticos, diplomáticos y militares se dan cita en la urbe, donde existen tres parlamentos y tres ejecutivos, aparte de la corporación municipal..
Consecuencia de la concentración funcionarial propia y foránea es el gran número de lenguas que allí concurren. Solamente los representan tes de los 27 Estados comunitarios bastarían para darle colorido a la diversidad lingüística, pero a ellos hay que añadir las representaciones diplomáticas acreditadas ante el gobierno belga y la Comisión Europea. De todo ello resulta que ni el más prodigioso políglota podría identificar todas las hablas que se oyen en la Grand Place.
Bruselas es una ciudad multilingüe, pues constituye un enclave francófono en territorio flamenco, de forma que su nombre oficial es Bruselles para la población valona que se expresa en francés y Brusel para los moradores flamencos del Norte que tiene como lengua propia el neerlandés. Sobre este basamento bilingüe se asientan los hablantes de los socios de la UE que se mezclan con los inmigrantes de países extracomunitarios, como turcos, árabes o serbios.
Es obvio que Bruselas sería un pandemonium si cada cual pretendiera valerse de su lengua materna, por lo que el francés y sobre todo el inglés absorben los papeles principales de la comunicación, en perjuicio de los demás que son considerados huéspedes de segunda clase. El inglés va camino de instalarse como jerga común o lengua puente (a pesar de ser superada por la alemana en número de hablantes y ser vernácula del socio menos europeista), con lo que supone de claudicación colectiva ante la cultura anglosajona, al no prosperar la opción del esperanto que habría sido la solución más lógica y racional al no estar vinculado a ninguna potencia. La racionalidad no siempre es reconocible en las decisiones humanas.
Lo curioso es que una ciudad con voluntad internacional sea incapaz de convivir en armonía entre flamencos y valones, cuyas diferencias en torno a la forma del Estado ponen en riesgo la unidad de Bélgica.
Lamentablemente, los belgas no imitan el modelo suizo que mantiene vivas cuatro lenguas sin poner en peligro la unidad nacional.