La propuesta que el Gobierno envió en febrero al Pacto de Toledo ha despertado ácidas reacciones contra el propósito implícito de reformar el sistema público de pensiones que implicarían un recorte de las prestaciones.
La primera respuesta ha sido de sorpresa pues no ha pasado mucho tiempo desde que se aseguraba por los políticos que no había ningún motivo de preocupación y que, por el contrario, el fondo de reserva aumentaría año tras año. De repente, parece que al Gobierno se le cayó la venda de los ojos y descubrió asustado que estaba en peligro el futuro del sistema con la consiguiente amenaza para los derechos de los futuros jubilados. En consecuencia, era preciso retrasar la edad de jubilación de los 65 años actuales a 67 y pasar la base de cálculo de la pensión de 15 años que se toman ahora a 25.
Lo primero me parece más lógico que lo segundo, siempre que sea con carácter voluntario incentivando la prolongación en el trabajo, que su aplicación sea diferenciada en función de las profesiones y que el trabajador pueda jubilarse a cualquier edad si tiene 40 años cotizados. Es indudable que la esperanza de vida se ha incrementado notablemente y debe ser tenido en cuenta a la hora de establecer el cese de la actividad laboral. Por otro lado se facilitaría la posibilidad de completar el período mínimo de cotización, Esta medida debería ser complementada con otras dos: que la edad media de jubilación efectiva fuese de 65 años desde los 63 actuales y que las prejubilaciones se redujeran drásticamente. Y todo ello sin descuidar la eficiencia de la gestión.
Con el fin de velar por la buena salud del sistema de pensiones sería deseable que las no contributivas fuesen satisfechas con cargo al presupuesto del Estado, y lo mismo cabe decir de los complementos a mínimos.
Habrá que recordar que los ataques al régimen de pensiones públicas se vienen sucediendo desde hace más de una década por parte de quienes propugnan como alternativa la suscripción individual de planes privados que constituyen un saneado negocio de la banca y de las compañías de seguros. Con este fin los defensores de las pensiones complementarias demandan que la legislación aumente las desgravaciones fiscales que induzcan a los trabajadores con mayores ingresos a confiar la seguridad de su vejez a las entidades financieras, que la experiencia demuestra no ser invulnerables.
En el fondo de la cuestión subyace el concepto de la seguridad social como un pilar fundamental del Estado del bienestar, como fruto de un siglo de conquistas sociales conseguidas a un alto precio de luchas y sacrificios.
Frente a apriorismos ideológicos y planteamientos economicistas, no se puede olvidar que la seguridad social es un instrumento indispensable para garantizar la paz social, basada en la justicia , que es el fin último del progreso económico. No se hizo el hombre para el desarrollo, sino éste para el hombre.
Una sociedad insolidaria que se despreocupase de la estabilidad y cohesión social estaría abocada a afrontar otros problemas, comenzando por el de la propia seguridad y a soportar el lastre que para el progreso representa un sector importante de la población condenada a vivir en condiciones precarias.
Como corolario, la financiación de la seguridad social no tiene por que sostenerse exclusivamente en las cotizaciones de los asegurados sino que, en caso de déficit sería cubierto por los ingresos públicos como fórmula de redistribución personal de la renta entre todos los españoles mediante un sistema tributario que cumpla lo previsto en la Constitución, la cual, en su artículo 31 exige que sea justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad, ideal que lamentablemente, está lejos de cumplir el que está en vigor.
La primera respuesta ha sido de sorpresa pues no ha pasado mucho tiempo desde que se aseguraba por los políticos que no había ningún motivo de preocupación y que, por el contrario, el fondo de reserva aumentaría año tras año. De repente, parece que al Gobierno se le cayó la venda de los ojos y descubrió asustado que estaba en peligro el futuro del sistema con la consiguiente amenaza para los derechos de los futuros jubilados. En consecuencia, era preciso retrasar la edad de jubilación de los 65 años actuales a 67 y pasar la base de cálculo de la pensión de 15 años que se toman ahora a 25.

Lo primero me parece más lógico que lo segundo, siempre que sea con carácter voluntario incentivando la prolongación en el trabajo, que su aplicación sea diferenciada en función de las profesiones y que el trabajador pueda jubilarse a cualquier edad si tiene 40 años cotizados. Es indudable que la esperanza de vida se ha incrementado notablemente y debe ser tenido en cuenta a la hora de establecer el cese de la actividad laboral. Por otro lado se facilitaría la posibilidad de completar el período mínimo de cotización, Esta medida debería ser complementada con otras dos: que la edad media de jubilación efectiva fuese de 65 años desde los 63 actuales y que las prejubilaciones se redujeran drásticamente. Y todo ello sin descuidar la eficiencia de la gestión.
Con el fin de velar por la buena salud del sistema de pensiones sería deseable que las no contributivas fuesen satisfechas con cargo al presupuesto del Estado, y lo mismo cabe decir de los complementos a mínimos.
Habrá que recordar que los ataques al régimen de pensiones públicas se vienen sucediendo desde hace más de una década por parte de quienes propugnan como alternativa la suscripción individual de planes privados que constituyen un saneado negocio de la banca y de las compañías de seguros. Con este fin los defensores de las pensiones complementarias demandan que la legislación aumente las desgravaciones fiscales que induzcan a los trabajadores con mayores ingresos a confiar la seguridad de su vejez a las entidades financieras, que la experiencia demuestra no ser invulnerables.
En el fondo de la cuestión subyace el concepto de la seguridad social como un pilar fundamental del Estado del bienestar, como fruto de un siglo de conquistas sociales conseguidas a un alto precio de luchas y sacrificios.
Frente a apriorismos ideológicos y planteamientos economicistas, no se puede olvidar que la seguridad social es un instrumento indispensable para garantizar la paz social, basada en la justicia , que es el fin último del progreso económico. No se hizo el hombre para el desarrollo, sino éste para el hombre.
Una sociedad insolidaria que se despreocupase de la estabilidad y cohesión social estaría abocada a afrontar otros problemas, comenzando por el de la propia seguridad y a soportar el lastre que para el progreso representa un sector importante de la población condenada a vivir en condiciones precarias.
Como corolario, la financiación de la seguridad social no tiene por que sostenerse exclusivamente en las cotizaciones de los asegurados sino que, en caso de déficit sería cubierto por los ingresos públicos como fórmula de redistribución personal de la renta entre todos los españoles mediante un sistema tributario que cumpla lo previsto en la Constitución, la cual, en su artículo 31 exige que sea justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad, ideal que lamentablemente, está lejos de cumplir el que está en vigor.