Aún cuando no sea del todo exacta la equiparación de la Administración con una empresa privada, ambas tienen en común determinadas similitudes. Los medios de que ambas se valen son los recursos que los ciudadanos en su caso y los socios en otro ponen a su disposición para el cumplimiento de sus fines propios: el bien general y la rentabilidad del negocio respectivamente. Aunque su naturaleza sea distinta, ciertas condiciones limitan en la práctica la extensión de los calificativos, de modo que ni la publicidad de lo público –valga la redundancia- es total, ni la privacidad empresarial es rigurosamente cierta.
Así ocurre que la sociedad privada está obligada por ley a certificar sus cuentas mediante una auditoría externa para ser sometidas después a la aprobación de la asamblea de socios. Estos datos están a disposición de quien quiera consultarlos en el Registro Mercantil.
El gobierno, por su parte, elabora el presupuesto anual de ingresos y gastos que es discutido y aprobado en su caso por el Parlamento. Lo mismo que acontece con los gobiernos autónomos, y en cierto modo, con las Diputaciones y Ayuntamientos, pero su publicidad es parcial y escasa, y a posteriori es examinada por el Tribunal de Cuentas, si bien con notable retraso. Pero no hay rendición de cuentas en sentido estricto ni ante las Cámaras ni, por supuesto, ante la opinión pública. Y no hace falta que aludamos a los fondos reservados cuya existencia contradice el carácter público del Estado que en numerosos casos vulneran la ley al realizarse los pagos a confidentes sin justificante y sin que el precepto esté sujeto a impuesto alguno.

Si del presupuesto estatal pasamos al de las Administraciones periféricas (Autonomías, Diputaciones y Ayuntamientos) la opacidad es aún mayor. Los presupuestos son aprobados por los concejales, pero no así en qué grado de su cumplimiento.
No se comprende que, mientras el consejo de administración de una sociedad anónima ha de redactar una memoria justificativa de su actuación y explicar las desviaciones de los objetivos trazados, a ninguna de las Administraciones se les exige que justifiquen, por ejemplo, por qué el presupuesto se cerró con déficit, o por qué tal o cual obra pública costó el doble de lo presupuestado. Y si esto es cierto con respecto a las propias Administraciones, el oscurantismo es mayor en relación con los organismos autónomos que de ellas dependen que, por este procedimiento, se sustraen al control parlamentario. El contraste se hace todavía más patente si reparamos que participar en una empresa es una opción voluntaria, en tanto que la condición de contribuyente viene impuesta coactivamente por la ley.
Tengo la fundada sospecha de que si el sector público siguiera el ejemplo de las sociedades anónimas, desaparecería en buena parte la resistencia que suscita la exacción de tributos, que no sabemos adónde van ni cómo son administrados. Lo mínimo que parece exigible es la publicación en la prensa de la liquidación para que los datos puedan llegar al público. El contribuyente merece mayor respeto por los gestores públicos y este derecho debería estar reconocido por la normativa legal. En otro caso, uno se siente tentado de creer que los políticos actúan con irresponsabilidad y ligereza porque disparan con pólvora del rey que paga Juan Pueblo.