Si sumamos las rentas atribuidas a los
factores de la producción por pago de su aportación a la actividad productiva,
o sea, salarios (rentas del factor trabajo), alquileres e intereses (rentas del
capital), y beneficios (rentas de los empresarios), tenemos la renta nacional
de un país en un año determinado, que se identificaron el total de las rentas
percibidas por todos los residentes en el país en cuestión. El dato, comparado
con el de otras economías nos permite conocer el grado de desarrollo económico
de las mismas.
Dividiendo la renta nacional por el número
de residentes, el cociente nos da la renta media o renta per cápita, lo que se
utiliza como medida del bienestar de la población del país de que se trata.
Pero lo más probable es que la cifra sea muy poco representativa al coincidir
con lo percibido por escaso número de personas. Lo previsible es que los
ingresos de muchas personas estén por debajo de la media en tanto que un grupo
mucho menor esté por encima.
Para que la sociedad no sea demasiado
desigual, el Estado puede intervenir por dos vías diferentes: regulando los
precios de consumo o a través de políticas distributivas. Un ejemplo en el
primer caso sería la fijación del salario mínimo, la subvención del precio de
artículos de primera necesidad o la congelación de alquileres.
La intervención del Estado en la redistribución
personal de la renta puede manifestarse en la política fiscal (impuestos
directos), en la política del gasto público (suministro de servicios públicos: educación,
sanidad, justicia, etc.), gastos sociales (subsidios a determinadas personas en
estado de necesidad), gastos de la seguridad social y de asistencia social,
indemnización a desempleados y ayuda a la vivienda (construcción de pisos de
protección oficial, bonificaciones fiscales, préstamos a largo plazo y bajo
tipo de interés y subvención de alquileres o de la adquisición).
La renta media de los españoles en 2008 fue
ligeramente superior a los 23.000 euros pero su reparto es bastante desigual.
Aunque sorprendentemente no se dispone de datos oficiales que debería elaborar
el Instituto Nacional de Estadística,
diversos estudios constatan que la distribución personal de la
renta dista mucho de ser equitativa como
atestiguan dos datos significativos: la existencia de más de ocho millones de
pobres, considerando como tales a quienes ingresan menos del 50%
de la renta media nacional. Las
rentas salariales absorben el 44,49 del PIB, en tanto que el resto, con muchos
menos perceptores, corresponde a beneficios empresariales, o lo que es lo
mismo, a rentas del capital.
Existen diferentes mecanismos que contribuyen
a acentuar el desequilibrio de las rentas en favor de las clases media y alta.
Uno de ellos es la educación. La enseñanza obligatoria es gratuita y la
universitaria está fuertemente subvencionada, pero son pocos los hijos de
trabajadores no cualificados que acceden a la misma, lo cual significa que el
Estado gasta mucho más en los hijos de familia de clase media y alta que en los
de padres desfavorecidos.
Posiblemente lo que más incide en la
desigualdad social sea la política fiscal. La española es regresiva dada la
importancia que se concede a la imposición indirecta sobre la directa. En esta
última el instrumento más eficiente es el Impuesto sobre la Renta de las
Personas Físicas (IRPF).
Tanto el PP como el PSOE en sus respectivos
mandatos han rivalizado en rebajar este impuesto que es el elemento más
efectivo de redistribución de que dispone el Estado. Primero redujeron los
tramos de renta en perjuicio de la progresividad y después rebajaron en
distintas ocasiones los tipos de gravamen a través de sucesivas reformas que
beneficiaron especialmente a los que deberían ser los mayores contribuyentes.
No contentos con esta redistribución inversa, crearon una formula de evasión
legal como son las sociedades de inversión de capital variable (SICAV) que
permite tributar a las mayores fortunas al tipo impositivo del 1% de los beneficios
en lugar del 43% a que estarían sujetas por el IRPF. Esto explicaría por que el
número de contribuyentes que declaran ingresos de 601.000 o más euros no pasa
del 0,2% que contrasta con la cantidad de signos externos, tales como las
residencias de lujo, los vehículos de alta gama y el elevado nivel de vida.
Los resultados de estas leyes condujeron a una mejora notable de la
presión fiscal sobre los más acaudalados, una disminución sustancial de la
recaudación del Estado, una pérdida de progresividad fiscal y una
discriminación de las rentas del trabajo frente a las del capital, de tal
manera que las primeras representan el 80% de lo que ingresa Hacienda por este
tributo.
A redondear los efectos nocivos del sistema
vino a sumarse la reciente abolición del Impuesto sobre el Patrimonio, al
tiempo que las Comunidades Autónomas se sumaba a la corriente recortando
drásticamente el Impuesto de Sucesiones o simplemente suprimiéndolo.
Es el triunfo del neoliberalismo que busca
la pérdida de protagonismo del Estado, sin perjuicio de que, si las cosas
pintan mal, no tiene reparo en acudir al padre Estado para que les saque de
apuros.
La mera exposición de los hechos demuestra
con meridiana claridad la urgencia de acometer una reforma en profundidad del
sistema tributario a fin de cumplir los principios constitucionales de igualdad
y progresividad que los gobiernos de una y otra ideología convirtieron en letra
muerta fomentando así la concentración de la riqueza. Tal política es
claramente negativa con efectos perversos de manera especial en tiempos de
crisis como la que estamos soportando. Curiosamente ha sido un gobierno
conservador el que acaba de elevar la tarifa del impuesto sobre la renta, a lo
que no se atrevió el gobierno que le precedió pese a su proclamado progresismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario