martes, 30 de octubre de 2012

Distribución personal de la renta



    Si sumamos las rentas atribuidas a los factores de la producción por pago de su aportación a la actividad productiva, o sea, salarios (rentas del factor trabajo), alquileres e intereses (rentas del capital), y beneficios (rentas de los empresarios), tenemos la renta nacional de un país en un año determinado, que se identificaron el total de las rentas percibidas por todos los residentes en el país en cuestión. El dato, comparado con el de otras economías nos permite conocer el grado de desarrollo económico de las mismas.

    Dividiendo la renta nacional por el número de residentes, el cociente nos da la renta media o renta per cápita, lo que se utiliza como medida del bienestar de la población del país de que se trata. Pero lo más probable es que la cifra sea muy poco representativa al coincidir con lo percibido por escaso número de personas. Lo previsible es que los ingresos de muchas personas estén por debajo de la media en tanto que un grupo mucho menor esté por encima.

    Para que la sociedad no sea demasiado desigual, el Estado puede intervenir por dos vías diferentes: regulando los precios de consumo o a través de políticas distributivas. Un ejemplo en el primer caso sería la fijación del salario mínimo, la subvención del precio de artículos de primera necesidad o la congelación de alquileres.
   

    La intervención del Estado en la redistribución personal de la renta puede manifestarse en la política fiscal (impuestos directos), en la política del gasto público (suministro de servicios públicos: educación, sanidad, justicia, etc.), gastos sociales (subsidios a determinadas personas en estado de necesidad), gastos de la seguridad social y de asistencia social, indemnización a desempleados y ayuda a la vivienda (construcción de pisos de protección oficial, bonificaciones fiscales, préstamos a largo plazo y bajo tipo de interés y subvención de alquileres o de la adquisición).

    La renta media de los españoles en 2008 fue ligeramente superior a los 23.000 euros pero su reparto es bastante desigual. Aunque sorprendentemente no se dispone de datos oficiales que debería elaborar el Instituto Nacional de Estadística,  diversos estudios constatan que la distribución personal de la renta  dista mucho de ser equitativa como atestiguan dos datos significativos: la existencia de más de ocho millones de pobres, considerando como tales a quienes ingresan  menos del 50%  de la renta  media nacional. Las rentas salariales absorben el 44,49 del PIB, en tanto que el resto, con muchos menos perceptores, corresponde a beneficios empresariales, o lo que es lo mismo, a rentas del capital.

    Existen diferentes mecanismos que contribuyen a acentuar el desequilibrio de las rentas en favor de las clases media y alta. Uno de ellos es la educación. La enseñanza obligatoria es gratuita y la universitaria está fuertemente subvencionada, pero son pocos los hijos de trabajadores no cualificados que acceden a la misma, lo cual significa que el Estado gasta mucho más en los hijos de familia de clase media y alta que en los de padres desfavorecidos.
    Posiblemente lo que más incide en la desigualdad social sea la política fiscal. La española es regresiva dada la importancia que se concede a la imposición indirecta sobre la directa. En esta última el instrumento más eficiente es el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF).

    Tanto el PP como el PSOE en sus respectivos mandatos han rivalizado en rebajar este impuesto que es el elemento más efectivo de redistribución de que dispone el Estado. Primero redujeron los tramos de renta en perjuicio de la progresividad y después rebajaron en distintas ocasiones los tipos de gravamen a través de sucesivas reformas que beneficiaron especialmente a los que deberían ser los mayores contribuyentes. No contentos con esta redistribución inversa, crearon una formula de evasión legal como son las sociedades de inversión de capital variable (SICAV) que permite tributar a las mayores fortunas al tipo impositivo del 1% de los beneficios en lugar del 43% a que estarían sujetas por el IRPF. Esto explicaría por que el número de contribuyentes que declaran ingresos de 601.000 o más euros no pasa del 0,2% que contrasta con la cantidad de signos externos, tales como las residencias de lujo, los vehículos de alta gama y el elevado nivel de vida.

  Los resultados de estas leyes condujeron a una mejora notable de la presión fiscal sobre los más acaudalados, una disminución sustancial de la recaudación del Estado, una pérdida de progresividad fiscal y una discriminación de las rentas del trabajo frente a las del capital, de tal manera que las primeras representan el 80% de lo que ingresa Hacienda por este tributo.

    A redondear los efectos nocivos del sistema vino a sumarse la reciente abolición del Impuesto sobre el Patrimonio, al tiempo que las Comunidades Autónomas se sumaba a la corriente recortando drásticamente el Impuesto de Sucesiones o simplemente suprimiéndolo.

    Es el triunfo del neoliberalismo que busca la pérdida de protagonismo del Estado, sin perjuicio de que, si las cosas pintan mal, no tiene reparo en acudir al padre Estado para que les saque de apuros.

    La mera exposición de los hechos demuestra con meridiana claridad la urgencia de acometer una reforma en profundidad del sistema tributario a fin de cumplir los principios constitucionales de igualdad y progresividad que los gobiernos de una y otra ideología convirtieron en letra muerta fomentando así la concentración de la riqueza. Tal política es claramente negativa con efectos perversos de manera especial en tiempos de crisis como la que estamos soportando. Curiosamente ha sido un gobierno conservador el que acaba de elevar la tarifa del impuesto sobre la renta, a lo que no se atrevió el gobierno que le precedió pese a su proclamado progresismo.

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