El escritor y filósofo inglés Herbert
George Wells (1866-1946) publicó en 1931 un extenso artículo en la revista “Liberty” titulado “Cómo será el mundo dentro de cincuenta años” en el que expuso su
visión optimista de lo que podría
ser el futuro de la humanidad, y el
contraste, con la amenazadora realidad que se
estaba viviendo a la sazón.
Wells imaginó que si la cordura rigiera los
actos humanos, al cabo del plazo indicado podríamos sentirnos ciudadanos de un
mundo totalmente distinto del que habíamos heredado de nuestros padres.
Seríamos libres para recorrer y disfrutar de este maravilloso planeta, que sería
de verdad nuestro.
Predijo, sin embargo, que entre lo posible
y lo real se abriría un ancho abismo. Con el paso del tiempo vería confirmados
sus temores antes de fallecer en 1946, con la irrupción de los fascismos y los
horrores de la II Guerra Mundial que causó la muerte de 55 millones de
personas.
Transcurridos 81 años desde la fecha de la
publicación, el mundo se encuentra en 2012 en similares expectativas a 1931.
Entonces se vivía el tercer año de la Gran Depresión económica iniciada en
1929. Ahora nos hallamos en el quinto de la que se desato en Estados Unidos con
motivo de las famosas hipotecas “subprime”. En ambos casos, los expertos y los políticos
no se ponen de acuerdo sobre qué recetas seguir para salir del embrollo. La
ciencia sigue sin aportar soluciones plausibles a los problemas que origina la
actividad económica y sus intrincados laberintos.
Frente a este panorama desolador, si en
1931 era factible mejorar en amplia medida las condiciones de vida de los
humanos, ¿qué podríamos decir del horizonte que abre ante nosotros la ciencia y
la técnica? La informática y las TIC
seguirán mejorando la productividad del trabajo, lo que debería permitir la
reducción de la jornada laboral; la gerontología prometer alargar la longevidad
con buena calidad de vida; la medicina seguirá venciendo nuevas enfermedades;
las ciencias físicas nos permitirán conocer mejor el Universo y nuestra
insignificancia en él. Como diría el poeta: ¡Qué porvenir tan fausto Dios abre
ante mis ojos…!”
Lamentablemente, el presente también deja
mucho que desear y el futuro se presenta incierto y oscuro. En la actualidad,
la creciente desigualdad restringe la movilidad social y esto propicia la inestabilidad
sociopolítica. El hecho tan reconocido de que la unión hace la fuerza debería
conducir al consenso y la convivencia sana, pero el mundo está dividido en 192
Estados con tendencia a aumentar, de dimensiones tan dispares en territorio
como la que se da entre Rusia y Kiribati (nombre antiguo de las Islas Salomón),
en renta per cápita como entre Kuwait y Mali, o en poder como EE. UU. y Malta.
Mientras existe una enorme capacidad
productiva infrautilizada por falta de demanda, mil millones de personas se
acuestan con el estómago vacío y por efectos del hambre o de enfermedades
asociadas fallecen ocho millones de niños cada año en África, Asia y,
Latinoamérica, lugares en los que patologías curables siguen causando estragos
entre la población más desvalida. En contraste, la carrera armamentística se
mantiene en auge y más de un billón de dólares se sustrae cada año a remediar necesidades
básicas para dedicarlo a fabricar artefactos de destrucción y muerte.
Lo que nos muestran estas paradojas y contradicciones
es que la humanidad no escarmienta de sus experiencias catastróficas ni rectifica
sus errores. Definitivamente, el hombre se consolida como el animal que
tropieza dos veces (o más) en la misma piedra.
Ante tan negro panorama, solo el
voluntarismo haría posible contemplar la hipotética situación del mundo que
espera a nuestros nietos en 2062 con un mínimo de optimismo. Bastante acierto y
suerte tendrían si antes supieran y pudieran superar los desafíos que les
transmitiremos. He aquí algunas de las pruebas que les esperan sin perjuicio de
otras que se sucederán: regular la natalidad para que los 7.000 millones actuales
de personas que somos ahora no se multipliquen en 10.000 u 11.000 millones;
establecer un modelo de gobernanza más justo y equitativo que el que conocemos,
en todos los países; lograr el abastecimiento de la demanda de agua y energía;
paliar los efectos del cambio climático; disminuir los daños de los desastres
naturales; reciclar el exceso de CO2; preservar la salud medioambiental del
planeta…
Pero a buen seguro el tiempo planteará
nuevos retos imprevisibles ahora, porque la vida es cambio y todo cambio altera
la normalidad y exige un proceso de adaptación al mismo mediante un despliegue
de inteligencia y voluntad. La primera no faltará; mas la segunda es harto
dudosa que acompañe. Lo que cabe esperar, por tanto, es que la vida seguirá siendo
azarosa y que las enseñanzas del pasado seguirán siendo ignoradas. Igual que no
hay paraísos perdidos, tampoco los hay en perspectiva.
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