El terrorismo es una plaga que se ha
prodigado con excesiva frecuencia e intensidad durante el siglo XX y sigue
presente en lo que va del XXI. Sus fuentes nutricias suelen ser la política y
la religión. El terrorismo político acostumbra a seleccionar sus blancos entre
personas que detentan la autoridad o el poder: los de motivación religiosa
buscan, por el contrario, causar el mayor daño y la muerte del mayor número de
víctimas de forma indiscriminada.
Normalmente, la actitud de la gente ante el
terrorismo es de condena, con la excepción de quienes lo apoyan, pero hay un país
(Estados Unidos) que además que además los cataloga y clasifica. El
Departamento de Estado publica cada año una lista con los nombres de las
naciones que a su juicio financian, promueven, ayudan o amparan esta especie de
violencia, así como las que se distinguen por su combate contra ella. De esta
manera divide a los Estados en buenos y
malos, reservándose para sí –faltaría más- el puesto de cabeza entre los
buenos, con derecho, por tanto, a impartir
lecciones de pacifismo y ética política.
Los jueces inapelables reservan los peores
lugares del escalafón con arreglo a su punto de vista y conveniencia, en función
de su antiamericanismo. Tengo a la vista la clasificación de 2000 y en ella figuran
como los peores Irán, Irak (antes de la invasión), Libia (cuando mandaba
Gadafi), Sudán, Cuba y Corea del Norte. Sorprende la omisión de China cuando es
un país tan comunista como Cuba. Pero no era oportuno señalarla con el dedo
acusador pues pesaban y pesan mucho sus 1.300 millones de habitantes y las
relaciones comerciales.
Washington arrojaba a una especie de
purgatorio a Afganistán y Pakistán, recordando que el primero era amigo a la
sazón cuando le llovían los dólares y las armas para que derrotase a la Unión
Soviética, y el segundo era un firme aliado. Sus gobiernos no se podían subir a
los altares pero tampoco condenarlos al infierno de los réprobos-
Como el Gran Hermano lo sabe
todo, dictamina en su informe quienes combaten mejor y peor la violencia
terrorista, y entre los primeros colocaba a España, con el dudoso honor de
emparejarnos con Argelia y Turquía que en aquel tiempo masacraban a sus nacionales.
Hay honores que deshonran tanto a quien los otorga como a quienes van
destinados.
Lo más sorprendente del caso es que quien
se arroga el derecho de expedir credenciales de decencia es un gobierno que se
sirve de la CIA con un historial terrorífico usada para los fines más
inconfesables, que practica el terrorismo internacional como arma política de
la que cualquier Estado puede ser víctima como lo fueron entre otros la isla
Granada y Panamá, y que mantiene a Guantánamo fuera de toda legalidad.
La pretensión del gobierno norteamericano
de erigirse en juez no se limita al campo del terrorismo, sino que se extiende
al terreno de los derechos humanos, olvidándose de que en su casa el respeto a
los mismos deja mucho que desear como pone de manifiesto el abrumador pliego de
cargos presentado por Amnistía Internacional. Aquí viene como anillo al dedo la
conocida sentencia “dime de lo que presumes y te diré de lo que careces”.
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