En mis tiempos de adolescente me sentía incómodo y
desconcertado por no hallar explicación a las cuestiones trascendentales que se
plantea todo ser humano, y ni siquiera la tenía para comprender lo que ocurría
a mi alrededor. Veía entonces como un consuelo la posibilidad en lontananza de
que el tiempo se encargaría de aclarar mis pensamientos hasta desaparecer las
dudas que entonces me inquietaban.
Me preguntaba en vano por qué nacemos sin pedirlo y por qué
morimos sin quererlo, cuál es el papel asignado –¿por quién?- , que sentido
tiene nuestro paso por la vida, qué objetivos deberíamos perseguir en nuestra
existencia. Había además otros temas que me causaban desasosiego, como por
ejemplo, por qué es tan distinto el destino de los seres humanos según el lugar
de nacimiento, la justificación de que algunas personas vivan en la opulencia y
en cambio, inmensas muchedumbres carezcan de lo indispensable, siendo así que
todos tenemos sustancialmente las mismas necesidades; por qué ciertas personas
dedican sus vidas al servicio de los más necesitados por altruismo, en tanto
que muchas otras los explotan, engañan, humillan y vapulean, condenándolos a
una existencia inhumana, por qué la justicia se ensaña con los ladrones de
gallinas y deja impunes los delitos de los poderosos, por qué los desastres
naturales se ceban con los pobres, por qué el hombre tiene al hombre como su
principal enemigo, siendo así que solo de los demás podemos esperar ayuda y consuelo; y en este contexto, por qué la
permanencia del mal entre nosotros.
Similar perplejidad despiertan las contradicciones de nuestro
comportamiento, como por qué las religiones, que predican paz y concordia, han
actuado en la historia pasada y presente como semilla de guerras, odio y
violencia mientras los dioses, invisibles e impasibles ven indiferentes cómo
las criaturas pierden sus vidas en su nombre.
Hoy en día las respuestas esperadas se han perdido en el vacío
y las explicaciones siguen ausentes. Cuando la juventud ya es sólo un lejano
recuerdo, la madurez una etapa conclusa y la vejez nos asombra con sus sombras,
la curiosidad permanece intacta, más los enigmas siguen sin ser desvelados, y
por más que la ciencia ha avanzado mucho, continúa siendo un misterio la razón
de que, deseando todos la felicidad, a fuerza de buscarla por falsos caminos,
hemos convertido el mundo en un lugar inhóspito. Ni siquiera hemos cumplido, el
precepto del oráculo de Delfos “conócete a ti mismo”. Y si no nos conocemos a
nosotros mismos, ¿cómo conocer al otro?
Al llegar la vejez, las experiencias vividas y las ilusiones perdidas dejan un poso amargo de escepticismo respecto al deseo de hallar respuestas a las eternas preguntas. Tal vez se deba a que no hemos aprendido a formular las preguntas correctas.
Al llegar la vejez, las experiencias vividas y las ilusiones perdidas dejan un poso amargo de escepticismo respecto al deseo de hallar respuestas a las eternas preguntas. Tal vez se deba a que no hemos aprendido a formular las preguntas correctas.
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