Desde que al final de la II Guerra Mundial cayeron sobre
Japón sendas bombas atómicas en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, nunca más
fueron empleadas a pesar de los numerosos conflictos armados que se sucedieron
desde entonces.
El conocimiento de su terrorífica capacidad de destrucción
evitó que se produjeran nuevas catástrofes ante la condena de su uso por todos
los pueblos. Ni Estados Unidos en Corea y Vietnam, ni la Unión Soviética en
Afganistán se atrevieron a lanzarlas. Cuando el general Mac Arthur lo propuso,
Washington lo relevó del mando. Por una convención no escrita, de hecho tales
armas se consideraron prohibidas.
A pesar de su inutilidad práctica, los primeros países en
disponer de ellas no han dejado de incrementar sus arsenales atómicos,
produciendo ingenios cada vez más potentes sin reparar en su coste ni en el que
exige su desmantelamiento por obsolescencia, al tiempo que se desarrolla una
carrera por dotarse de ellas.
De esta manera, el club atómico, integrado durante varios años solamente
por EE.UU, Rusia, Inglaterra y Francia, posteriormente accedieron a él China,
Israel, India, Pakistán y Corea del Norte, amen de otros candidatos al ingreso
en adelante. La presión del gobierno norteamericano obligó a Corea del Norte a
renunciar a su armamento nuclear, pero no consiguió que Irán siguiese el mismo
ejemplo.
A finales de 2007 son ocho las potencias nucleares pero se
tiene el temor fundado de que el número se incremente a medio plazo. A la vista
del consenso implícito de no emplearlas, cabe preguntarse qué sentido tiene que
unas naciones sigan aumentando sus existencias y que otras se empeñen en
dotarse de ellas, así como la
fabricación de misiles capaces de dispararlas contra objetivos lo más lejanos
posible. La única explicación plausible es que la posesión de bombas de esa
clase equivale a firmar una póliza de seguro contra el riesgo de sufrir un
ataque de cualquier enemigo potencial por temor a las represalias.
Durante la guerra fría la amenaza de un bombardeo atómico quedó
conjurada por el convencimiento, tanto de la URSS como de Occidente, de que
ello supondría la destrucción mutua asegurada, por lo que ambas partes, no
teniendo vocación de suicidas evitaron atacarse, y en su lugar ventilaron su
antagonismo en las llamadas guerras de baja intensidad libradas en países del
Tercer Mundo. El reconocimiento de la propia vulnerabilidad actuó de freno y se
mantuvo la paz bajo la sombra del terror.
El panorama cambió radicalmente con la proliferación de nuevas
potencias nucleares de tamaño medio, haciéndose así más problemático el control
internacional, con el peligro latente de que un gobernante irresponsable, en un
rapto de locura haga uso de tales ingenios. Otro motivo de inseguridad proviene
de que un arma de ese tipo caiga en manos de un grupo terrorista al que no le
importen las consecuencias de sus actos como no le importan a los suicidas que
a menudo se inmolan a cambio de causar el mayor número posible de víctimas.
Actualmente, la presión internacional dirigida por Estados
Unidos se concentra contra Irán para que no prosiga sus investigaciones y
renuncie a su propósito –negado por Teherán pero reconocido por sus oponentes-
de dotarse de armamento nuclear. Lamentablemente no puede decirse que esta
pretensión se apoye en sólidos argumentos morales. Si la comunidad
internacional no se movilizó para impedir que otros gobiernos lo poseyeran, el
gobierno iraní se pregunta por qué han de ser ellos la excepción. Y especialmente,
sabiendo que Israel, que mantiene en la opresión y la miseria a los palestinos,
bate todas las marcas de desobediencia a las resoluciones de la ONU, gracias a
la protección y amparo que le dispensa el gobierno norteamericano.
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