domingo, 19 de febrero de 2012

El sinsentido de las armas nucleares


   Desde que al final de la II Guerra Mundial cayeron sobre Japón sendas bombas atómicas en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, nunca más fueron empleadas a pesar de los numerosos conflictos armados que se sucedieron desde entonces.

    El conocimiento de su terrorífica capacidad de destrucción evitó que se produjeran nuevas catástrofes ante la condena de su uso por todos los pueblos. Ni Estados Unidos en Corea y Vietnam, ni la Unión Soviética en Afganistán se atrevieron a lanzarlas. Cuando el general Mac Arthur lo propuso, Washington lo relevó del mando. Por una convención no escrita, de hecho tales armas se consideraron prohibidas.

    A pesar de su inutilidad práctica, los primeros países en disponer de ellas no han dejado de incrementar sus arsenales atómicos, produciendo ingenios cada vez más potentes sin reparar en su coste ni en el que exige su desmantelamiento por obsolescencia, al tiempo que se desarrolla una carrera por dotarse de ellas.

    De esta manera, el club atómico, integrado durante varios años solamente por EE.UU, Rusia, Inglaterra y Francia, posteriormente accedieron a él China, Israel, India, Pakistán y Corea del Norte, amen de otros candidatos al ingreso en adelante. La presión del gobierno norteamericano obligó a Corea del Norte a renunciar a su armamento nuclear, pero no consiguió que Irán siguiese el mismo ejemplo.

    A finales de 2007 son ocho las potencias nucleares pero se tiene el temor fundado de que el número se incremente a medio plazo. A la vista del consenso implícito de no emplearlas, cabe preguntarse qué sentido tiene que unas naciones sigan aumentando sus existencias y que otras se empeñen en dotarse de ellas, así  como la fabricación de misiles capaces de dispararlas contra objetivos lo más lejanos posible. La única explicación plausible es que la posesión de bombas de esa clase equivale a firmar una póliza de seguro contra el riesgo de sufrir un ataque de cualquier enemigo potencial por temor a las represalias.

    Durante la guerra fría la amenaza de un bombardeo atómico quedó conjurada por el convencimiento, tanto de la URSS como de Occidente, de que ello supondría la destrucción mutua asegurada, por lo que ambas partes, no teniendo vocación de suicidas evitaron atacarse, y en su lugar ventilaron su antagonismo en las llamadas guerras de baja intensidad libradas en países del Tercer Mundo. El reconocimiento de la propia vulnerabilidad actuó de freno y se mantuvo la paz bajo la sombra del terror.

    El panorama cambió radicalmente con la proliferación de nuevas potencias nucleares de tamaño medio, haciéndose así más problemático el control internacional, con el peligro latente de que un gobernante irresponsable, en un rapto de locura haga uso de tales ingenios. Otro motivo de inseguridad proviene de que un arma de ese tipo caiga en manos de un grupo terrorista al que no le importen las consecuencias de sus actos como no le importan a los suicidas que a menudo se inmolan a cambio de causar el mayor número posible de víctimas.

    Actualmente, la presión internacional dirigida por Estados Unidos se concentra contra Irán para que no prosiga sus investigaciones y renuncie a su propósito –negado por Teherán pero reconocido por sus oponentes- de dotarse de armamento nuclear. Lamentablemente no puede decirse que esta pretensión se apoye en sólidos argumentos morales. Si la comunidad internacional no se movilizó para impedir que otros gobiernos lo poseyeran, el gobierno iraní se pregunta por qué han de ser ellos la excepción. Y especialmente, sabiendo que Israel, que mantiene en la opresión y la miseria a los palestinos, bate todas las marcas de desobediencia a las resoluciones de la ONU, gracias a la protección y amparo que le dispensa el gobierno norteamericano.

    El mundo está pidiendo a gritos la eliminación de la amenaza nuclear para no sentirse al borde del abismo. Si la sensatez inspirase a los gobiernos de las potencias nucleares, éstas deberían promover una conferencia internacional en la ONU que acordase la prohibición de producir nuevas armas de destrucción masiva, como paso previo a la destrucción de sus arsenales nucleares. De no alcanzarse un acuerdo sobre la materia, la Tierra será un lugar progresivamente más inseguro en el que todos viviremos con la espada de Damocles sobre nuestras cabezas. Nos jugamos la supervivencia de la civilización que tantos siglos ha costado construir.

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