La crisis que nos agobia ha puesto de manifiesto las graves carencias de nuestro sistema de protección social, agudizadas por los recortes presupuestarios que castigan de forma inmisericorde a los más débiles, a las clases baja y media y a los trabajadores que han perdido su medio de vida. En general, se puede decir que la mayoría de la población tiene que apretarse el cinturón hasta el punto de cambiar hábitos y costumbres en aspectos básicos de la vida cotidiana como puede ser la alimentación y el vestido en orden a reducir la cuantía del gasto. Son consecuencias del paro, la congelación del salario mínimo, la semi-congelación de las pensiones y el aumento de los impuestos que reducen drásticamente la capacidad adquisitiva.
Pero no todos padecemos las mismas estrecheces. Hay un reducido número de privilegiados que forman la que el economista norteamericano John Galbraith denominó sociedad opulenta. Integran este grupo selecto los poseedores de grandes patrimonios, altos cargos de la Administración, las cúpulas directivas de las empresas más importantes y los presidentes y consejeros delegados de las entidades financieras.
En fechas tan recientes como el primer semestre de 2011 los altos cargos de las sociedades que integran el Ibex 35 incrementaron sus sueldos en dicho período en un 13% en tanto se mantenía congelado el salario mínimo en 641,40 euros y a pesar de que sus empresas perdieron el 6%. Ellos ignoran que vivimos en tiempos de vacas flacas.
Al no estar reguladas sus retribuciones por los convenios colectivos sino por contratos privados, estos contemplan además del sueldo fijo conceptos variables como son “bonus”, planes de pensiones y blindajes millonarios en caso de despido. El total de estas percepciones asciende a sumas astronómicas. Sirva de ejemplo el del directivo del Banco Santander, Francisco Luzón, que en enero pasado se jubiló con un fondo de pensiones de 56 millones de euros.
El caso de las cajas de ahorros es aun más sangrante. Gestores que llevaron a sus empresas a la ruina, o continúan en sus puestos con sueldos de fábula o se prejubilaron con indemnizaciones y fondos de pensiones multimillonarios. Y para mayor escarnio, estos pagos se hicieron con dinero público procedente de ayudas del Frob, es decir, de nuestros impuestos, para evitar la quiebra de las entidades.
Como más vale tarde que nunca, hay que aplaudir al nuevo gobierno por poner un poco de orden en la anarquía de regulaciones salariales, al establecer que los directivos de cajas ayudadas por el Estado no podrán cobrar más de 600.000 euros anuales y los de las intervenidas, 300.000. Dichas cantidades son harto generosas, pero al menos ponen coto a la avaricia de unos cuantos desaprensivos, en contraste con el silencio de gobiernos precedentes que durante años y años toleraron estos abusos y miraron para otro lado, ajenos a la justicia, la equidad y el sentido común. Si lo cobrado ya no es recuperable por aplicación del principio de irretroactividad de la ley, por lo menos, en adelante, se habrá impuesto una norma susceptible de generalización a todas las empresas que recorte sus malas prácticas.
Si la lógica se aplicara en este campo, habría que preguntarse por qué el Estado decide la cuantía del salario mínimo y se omite de fijar el salario máximo. La idea de este tope no tiene nada de descabellada y es tan antigua que ya se discutió durante la I República del siglo XIX, proponiéndose que fuera de 2.000 duros que tampoco estaba mal habida cuenta de la equivalencia de valor con la moneda actual. Lamentablemente, la idea cayó en el olvido y de ella, como del pobre Fernández nunca más se supo. Los sindicatos deberían tener algo que decir al respecto.
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