Por una serie de circunstancias
encadenadas, vinculadas al modelo neoliberal que impulsaron en su día la
primera ministra del Reino Unido, Margaret Thatcher y el presidente norteamericano
Ronald Reagan, y la permisividad, cuando no el seguidismo de la
socialdemocracia que no supo o no quiso ofrecer alternativas, la economía
española se enfrenta a un dilema en el que las disyuntivas son igualmente negativas, si bien una más
que otra.
En síntesis se trata de optar entre reducir el déficit
presupuestario a todo trance a riesgo de colapsar la actividad económica, y
establecer estímulos, aunque sean temporales, para facilitar el crecimiento o
la creación de puestos de trabajo. Lo que estamos sintiendo es que nuestros
gobiernos se inclinan por la primera salida pese a sus efectos paralizantes. Es
descorazonador ver lo poco que hemos aprendido de la Gran Depresión de 1929,
tan semejante a la crisis actual, de modo que prolonguemos el tratamiento de
choque aunque el enfermo se muera.
La economía se halla en recesión y el paro
escala cotas impensables que duplican la tasa media de la UE y amenaza la
estabilidad social. Ambos factores, recesión y desempleo, convierten la crisis
en un círculo vicioso: el descenso de
la producción origina paro, la pérdida de capacidad adquisitiva disminuye el
consumo y agrava la desocupación.
Se llegó a este estado de cosas por el
estallido de la burbuja inmobiliaria impulsada por la expansión de crédito tóxico,
por la desregulación del sistema financiero y la consiguiente deslegitimación del
Estado, el que a su vez abdicó de su función supervisora en beneficio de los
grupos de presión.
Las políticas neoliberales han
deshumanizado las relaciones sociales, convertido el sector financiero en un
casino y transformando los derechos laborales que tantos años de luchas
sindicales ha costado conquistar, en letra muerta. Se eliminan sin reparo,
previa la creación de una atmósfera de
miedo, comenzando por sostener que la patología económica no admite otro
tratamiento, afirmación basada en los postulados del pensamiento único, y si es
preciso, las patronales nos venden el favor de que las medidas adoptadas buscan
hacer el menor daño posible a los trabajadores. Es como si nos dijeran que es
preciso amputar las piernas pero se conforman, de momento, con cortar una sola.
Como es natural, estas medidas agravan la
tensión entre los trabajadores y ponen en peligro la paz social. Hasta ahora
los subsidios de paro, la espita de la emigración, la economía sumergida y la
red familiar aportan un colchón amortiguador. Empero, si como es de temer, la
última reforma laboral no surte los efectos deseados, si el paro se extiende a
seis millones y la mitad de los jóvenes no tienen acceso al mercado de trabajo,
nadie puede predecir las consecuencias, como en Rusia no se pudo prever la
revolución de octubre de 1917 y como la monarquía no se apercibió de la
incubación de la revolución francesa de 1789. Se atribuye a Goethe la frase
“prefiero la injusticia al desorden”, pero el razonamiento no se sostiene
porque la injusticia es en sí misma una manifestación del desorden. En el mundo
proliferan los movimientos de protestas que en España protagonizó el movimiento
15M. De momento parece haber perdido impulso, mas no es descartable que resurja
con la aparición de un líder que aglutine la inquietud y la indignación de las
masas, que haga uso de la fuerza y comience por la violencia ciega como hemos
visto en la Plaza Syntagma de Atenas. Cuando la tensión alcanza una situación
límite, la reacción es impredecible.
Que el Estado emplee miles de millones de
dinero público en rescatar a las entidades financieras del desastre al que les
llevó su pésima gestión mientras familias sin recursos son desalojadas de sus
viviendas, en tanto presidentes y consejeros delegados perciben sueldos
millonarios o se prejubilan con pensiones escandalosas, son argumentos que
ponen a prueba la paciencia del más templado.
Ojalá que la sociedad
reaccione a tiempo para evitar que las pasiones se desborden con las funestas
consecuencias que son de temer de la ira embalsada provocada por una
distribución de la renta tan desigual como injusta. Las autoridades deben ser
conscientes del peligro que entraña el descontento popular.
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