La crisis que venimos padeciendo desde agosto de 2007 comporta graves perjuicios de toda índole para la mayoría de la población que tiene que apretarse el cinturón pero no todos estamos en el mismo plano de igualdad.
Lo más justo sería que quienes con sus errores y operaciones especulativas, en definitiva, con malas prácticas provocaron la catástrofe tuvieran que pagar los platos rotos, incluida la responsabilidad penal si a ello hubiera lugar, en compensación a las ganancias ilícitas que obtuvieron.
La realidad, no obstante, es muy distinta, y demuestra que no siempre el que la hace la paga. Quienes verdaderamente llevan las de perder son otros que no tuvieron arte ni parte en el desaguisado: los asalariados que perdieron su empleo, los prestatarios abocados al desahucio por no poder pagar sus hipotecas, los autónomos forzados al cierre de sus negocios por la caída del consumo. A todos ellos les toca afrontar las consecuencias del mal que hicieron otros.
Por el contrario, los directivos y consejeros de las entidades financieras y de las grandes multinacionales que ocasionaron el hundimiento de la economía no solo quedaron exentos de responsabilidad ni vieron reducidos sus ingresos sino que mejoraron sus sueldos millonarios complementados con retribuciones variables en forma de bonus, asignación a fondos de pensiones y blindajes económicos de sus puestos en caso de despido sin que sea obstáculo que su mala gestión haya menguado los beneficios de sus empresas, las cuales, en ciertos casos obligaron al Estado a inyectarles cuantiosas ayudas para salvarlas de la quiebra, en un ejemplo escandaloso de privatización de ganancias y socialización de pérdidas.
En buena lógica, el salario fijo, que para sí quisiera el 98% de los españoles, debería compensar la dedicación plena, eficaz, inteligente y leal de un ejecutivo a su empresa, ya que de no ser así, cubriría también la deficiente atención y fallos de gestión, algo que repugna a la lógica y la justicia. Por consiguiente, la retribución variable que los propios beneficiarios se conceden, incluso cuando las empresas entran en pérdidas, resultan de muy difícil justificación sobre todo por su desmesurada cuantía. Por otro lado, ni el éxito ni el fracaso de una compañía cabe atribuirlos en exclusiva a los consejeros o ejecutivos, sino al conjunto de los trabajadores que participan en la tarea común.
Aun cuando los mayores abusos de esta índole se registran en Estados Unidos como meca del capitalismo, en España no faltan ejemplos que poco tienen que envidiar a los norteamericanos.
Los consejeros y altos directivos de las empresas del Ibex percibieron en 2010 una media de un millón de euros, con casos en que los cobros fueron muy superiores. Así, ocho ejecutivos de Amadeus, una central de reservas de viajes, se repartieron 55 millones de euros; el presidente de Repsol se embolsó siete millones, y el de Iberdrola ganó otro tanto, además de recibir un elevado número de acciones de Iberdrola Renovables, sociedad filial de la primera. En contraste con tan fantástica recompensa, quienes invirtieron sus ahorros en la última sociedad, pagaron las acciones a 5,30 euros en su salida a Bolsa y más tarde Iberdrola los recompró a 2,97, lo que equivale a una pérdida del 44%, en una operación que tiene el tufo de una estafa sin responsabilidad penal.
Lo más curioso es que todos estos hechos, verdaderos atentados contra la ética y equidad, discurren en una situación de estricta legalidad, sin que por tanto, sus autores sufran la menor molestia de las autoridades, y no digamos de orden moral porque se da por supuesto que sus estómagos están preparados para digerir lo que les echen.
Si así es el orden jurídico que tenemos, evidentemente no se puede afirmar que esté inspirado en los sanos principios de la justicia y la decencia. Un Estado de derecho no debería amparar tales prácticas.
Lo más justo sería que quienes con sus errores y operaciones especulativas, en definitiva, con malas prácticas provocaron la catástrofe tuvieran que pagar los platos rotos, incluida la responsabilidad penal si a ello hubiera lugar, en compensación a las ganancias ilícitas que obtuvieron.
La realidad, no obstante, es muy distinta, y demuestra que no siempre el que la hace la paga. Quienes verdaderamente llevan las de perder son otros que no tuvieron arte ni parte en el desaguisado: los asalariados que perdieron su empleo, los prestatarios abocados al desahucio por no poder pagar sus hipotecas, los autónomos forzados al cierre de sus negocios por la caída del consumo. A todos ellos les toca afrontar las consecuencias del mal que hicieron otros.
Por el contrario, los directivos y consejeros de las entidades financieras y de las grandes multinacionales que ocasionaron el hundimiento de la economía no solo quedaron exentos de responsabilidad ni vieron reducidos sus ingresos sino que mejoraron sus sueldos millonarios complementados con retribuciones variables en forma de bonus, asignación a fondos de pensiones y blindajes económicos de sus puestos en caso de despido sin que sea obstáculo que su mala gestión haya menguado los beneficios de sus empresas, las cuales, en ciertos casos obligaron al Estado a inyectarles cuantiosas ayudas para salvarlas de la quiebra, en un ejemplo escandaloso de privatización de ganancias y socialización de pérdidas.
En buena lógica, el salario fijo, que para sí quisiera el 98% de los españoles, debería compensar la dedicación plena, eficaz, inteligente y leal de un ejecutivo a su empresa, ya que de no ser así, cubriría también la deficiente atención y fallos de gestión, algo que repugna a la lógica y la justicia. Por consiguiente, la retribución variable que los propios beneficiarios se conceden, incluso cuando las empresas entran en pérdidas, resultan de muy difícil justificación sobre todo por su desmesurada cuantía. Por otro lado, ni el éxito ni el fracaso de una compañía cabe atribuirlos en exclusiva a los consejeros o ejecutivos, sino al conjunto de los trabajadores que participan en la tarea común.
Aun cuando los mayores abusos de esta índole se registran en Estados Unidos como meca del capitalismo, en España no faltan ejemplos que poco tienen que envidiar a los norteamericanos.
Los consejeros y altos directivos de las empresas del Ibex percibieron en 2010 una media de un millón de euros, con casos en que los cobros fueron muy superiores. Así, ocho ejecutivos de Amadeus, una central de reservas de viajes, se repartieron 55 millones de euros; el presidente de Repsol se embolsó siete millones, y el de Iberdrola ganó otro tanto, además de recibir un elevado número de acciones de Iberdrola Renovables, sociedad filial de la primera. En contraste con tan fantástica recompensa, quienes invirtieron sus ahorros en la última sociedad, pagaron las acciones a 5,30 euros en su salida a Bolsa y más tarde Iberdrola los recompró a 2,97, lo que equivale a una pérdida del 44%, en una operación que tiene el tufo de una estafa sin responsabilidad penal.
Lo más curioso es que todos estos hechos, verdaderos atentados contra la ética y equidad, discurren en una situación de estricta legalidad, sin que por tanto, sus autores sufran la menor molestia de las autoridades, y no digamos de orden moral porque se da por supuesto que sus estómagos están preparados para digerir lo que les echen.
Si así es el orden jurídico que tenemos, evidentemente no se puede afirmar que esté inspirado en los sanos principios de la justicia y la decencia. Un Estado de derecho no debería amparar tales prácticas.
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