Nuestra época es testigo de cambios tan rápidos y complejos que no nos da tiempo para adaptarnos a las nuevas situaciones que crean y a los papeles que nos imponen.
Uno de los ámbitos en que la desorientación se hace más visible y palpable es el de las relaciones entre padres e hijos y en la clase de educación que éstos tienen el derecho y el deber de recibir. Sobre esta materia es aleccionador el estudio “Hijos y padres, comunicación y conflicto” publicado en 2002 por la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción, una de cuyas conclusiones más desalentadoras es que el 40% de los padres reconoce su incapacidad para resolver los conflictos de convivencia, y uno de cada tres confiesa no saber cómo educar a sus retoños.
Hemos pasado sin apenas transición del padre tradicional y autoritario al padre permisivo que sólo quiere ser amigo de sus hijos. De un hogar donde las madres prohibían a los varones participar en las tareas domésticas a inculcarles el deber de compartirlas con sus hermanas y el ama de casa.
Ante su impotencia como educadores, los progenitores descargan su responsabilidad sobre los profesores, trasladándose así la tensión a los colegios, lo que pone a prueba la paciencia y la capacidad de resistencia de los docentes. La situación se complica aún más porque si los profesores exigen un mínimo de disciplina, impone algún leve castigo o simplemente llaman la atención al alumno, es probable que reciban una reprimenda de los padres, quebrándose así el principio de autoridad, indispensable en el sistema educativo.
Es evidente que la educación está en crisis, y de ello dan fe, entre otros testimonios, el elevado fracaso escolar, verdaderamente escandaloso, la insatisfacción de los padres por el escaso aprovechamiento, y el cansancio y desmotivación de los docentes. Tengo para mí que el mal arranca de la falta de aprendizaje con que la sociedad encomienda a la pareja la misión más trascendente y exigente como es la paternidad. Mientras cualquier profesión exige años de estudio y formación para su ejercicio, y para desempeñar un puesto en la Administración, por poco cualificado que sea, se precisa aprobar una oposición, a una pareja de adolescentes que contraen matrimonio religioso o civil se les pide que mantengan la armonía conyugal y que ejerzan de educadores sin ninguna clase de preparación previa, experiencia ni conocimientos de lo que se espera de ellos.
¿Qué diríamos de alguien que para aprender natación comenzase tirándose al agua sin ayuda de un monitor? Pensaríamos que el imprudente correría grave peligro de ahogarse. En trance parecido se embarcan quienes comienzan el ejercicio de cónyuges y de padres sin que nadie les haya enseñado el oficio. Que las cosas no salgan aún peor, debemos atribuirlo a la buena suerte o a un milagro.
Hemos pasado sin apenas transición del padre tradicional y autoritario al padre permisivo que sólo quiere ser amigo de sus hijos. De un hogar donde las madres prohibían a los varones participar en las tareas domésticas a inculcarles el deber de compartirlas con sus hermanas y el ama de casa.
Ante su impotencia como educadores, los progenitores descargan su responsabilidad sobre los profesores, trasladándose así la tensión a los colegios, lo que pone a prueba la paciencia y la capacidad de resistencia de los docentes. La situación se complica aún más porque si los profesores exigen un mínimo de disciplina, impone algún leve castigo o simplemente llaman la atención al alumno, es probable que reciban una reprimenda de los padres, quebrándose así el principio de autoridad, indispensable en el sistema educativo.
Es evidente que la educación está en crisis, y de ello dan fe, entre otros testimonios, el elevado fracaso escolar, verdaderamente escandaloso, la insatisfacción de los padres por el escaso aprovechamiento, y el cansancio y desmotivación de los docentes. Tengo para mí que el mal arranca de la falta de aprendizaje con que la sociedad encomienda a la pareja la misión más trascendente y exigente como es la paternidad. Mientras cualquier profesión exige años de estudio y formación para su ejercicio, y para desempeñar un puesto en la Administración, por poco cualificado que sea, se precisa aprobar una oposición, a una pareja de adolescentes que contraen matrimonio religioso o civil se les pide que mantengan la armonía conyugal y que ejerzan de educadores sin ninguna clase de preparación previa, experiencia ni conocimientos de lo que se espera de ellos.
¿Qué diríamos de alguien que para aprender natación comenzase tirándose al agua sin ayuda de un monitor? Pensaríamos que el imprudente correría grave peligro de ahogarse. En trance parecido se embarcan quienes comienzan el ejercicio de cónyuges y de padres sin que nadie les haya enseñado el oficio. Que las cosas no salgan aún peor, debemos atribuirlo a la buena suerte o a un milagro.
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