Leer los periódicos, escuchar la radio o
ver la televisión nos coloca ante un catálogo inacabable de sucesos aciagos y
desgracias que oprimen el corazón. Se diría que en el mundo no ocurren más que desastres,
que todo es maldad y violencia, que nos domina el espíritu del mal.
Afortunadamente, no todo es tan negro como habitualmente lo pintan los medios
de comunicación. Una buena parte de culpa de esta visión distorsionada de la
realidad procede la creencia de que solamente las malas noticias son noticia,
de que solamente las canalladas interesan al público y que nada más que la
truculencia merece ser conocida. Así lo hace pensar la programación televisiva,
saturada de cotilleos y “reality shows” en los que desfila hasta el
refocilamiento lo más escabroso de la actualidad.
Si esta opinión se sostiene como una verdad
inconcusa, los medios se regirán por tales criterios, y a fuerza de seguirlos,
conseguirán que el mal gusto se adueñe de los espacios, haciendo de esa
práctica lo que se llama una profecía autocumplida. Es el caso, por ejemplo,
del enamorado celoso que de tanto repetir a su novia que no es correspondido,
ella terminará cansándose de él, transformando la mentira en verdad.
Nadie puede pretender, por supuesto, que se
prohíban las malas noticias porque, además de absurdo sería cerrar los ojos a
la realidad, pero sí que los sucesos edificantes o las acciones ejemplares sean
difundidas con igual o mayor realce que aquellos otros con alto contenido de
violencia o perversidad; que sea más noticiable, pongamos por caso, la
salvación de una vida que su destrucción, lo que por lo común es más la
excepción que la regla.
A título de muestra, recuerdo que un diario
que ciertamente no se distingue por su proclividad hacia la crónica de sucesos
daba la noticia en once líneas a una columna de que cinco espeleólogos caídos
en una sima fueron rescatados con vida, y en cambio, en la misma página se informaba
con mucho mayor relieve tipográfico y a tres columnas que un hombre disparó a
cinco “skins” que amenazaban a su hijo, siendo así que la relevancia social de
ambos sucesos debería de ser inversa. Posiblemente, la primera noticia no
habría sido tan escueta si los accidentados hubieran fallecido.
Sería deseable que en las facultades de
periodismo se inculcase a los alumnos el hábito de buscar y valorar las buenas
noticias y se explicasen las técnicas para presentarlas de forma amena y
atractiva para llamar la atención del lector u oyente, cumpliendo así la
función educativa que a la prensa escrita y hablada le corresponde.
A fuer de sincero, es preciso reconocer,
sin embargo, que no basta con difundir las buenas nuevas y los acontecimientos
gratificantes, sino que toda la sociedad debería manifestar su aprecio por
ellas. Sería el mejor estímulo para que arraigue el cambio de valores. A este
respecto recuerdo que hace años, Iberia patrocinaba con amplio eco informativo
una campaña denominada “Operación Plus Ultra” que tenía por objeto premiar y
enaltecer la abnegación y el sacrificio
en favor del prójimo de jóvenes que en su vida cotidiana ejercen de héroes
anónimos. Inexplicablemente, la compañía abandonó esta ejemplar actuación sin
que nadie, que yo sepa, levantase la voz para protestar por la supresión.
Quizás todos tengamos nuestra parte de culpa, por acción u omisión, de que las
cosas son como son aunque no nos gusten.
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