lunes, 19 de noviembre de 2012

El drama de los desahucios



Asistimos últimamente a un extendido clamor contra los desalojos forzosos de viviendas de quienes por haber perdido su empleo se han quedado sin medios para hacer frente al pago de sus hipotecas. Representantes sindicales, líderes políticos, jueces, y hasta los bancos, causantes de la crisis, en sorprendente unanimidad piden la suspensión de los desahucios y ofrecen variopintas alternativas. Los dos partidos mayoritarios, justificando una vez más la pésima opinión que de los políticos tienen los ciudadanos, necesitaron tres días de reuniones para constatar su desacuerdo una vez más.  El partido popular optó por la aprobación el 15 de noviembre de un Decreto ley que, entre la angustia de los desalojados y las presiones de la banca y de Bruselas, establece una complicada casuística que excluye de sus beneficios a muchos afectados, negándose a reformar la legislación vigente.
    Todo el repentino afán de corregir una injusticia social arrancó de la trágica muerte de una vecina de Baracaldo que se arrojó por la ventana cuando iba a ser desahuciada. Este suicidio había sido precedido de otro en iguales circunstancias dos días antes.
    Situaciones como esta se asemejan a otras que se dan en materia de tráfico. Existen vías públicas en las que, por defecto de trazado por o mal estado de conservación, suceden frecuentes siniestros. Son los llamados puntos negros. La repetición de las desgracias no inducen a las autoridades a adoptar a tiempo las medidas pertinentes. Hasta que llega un momento en que el número de accidentes o su excesiva frecuencia desatan un escándalo ciudadano, y entonces es cuando los responsables deciden poner remedio y dejar de mirar para otro lado.
    Los españoles solemos olvidar en la práctica lo que la sabiduría popular proclama como una verdad inconcusa: que es mejor prevenir que curar; que si se actúa a tiempo se evitan daños y la corrección es más económica.
    Tal especie de inercia que a veces se transforma en incuria, incide en cuestiones de gran trascendencia, como por ejemplo el ordenamiento jurídico. Dígalo si no cuanto más prudente y necesario hubiera sido la derogación de la Ley Hipotecaria de 1909 que mantiene su vigencia a pesar de estar inspirada por el espíritu de la época en que fue promulgada, y por ello privilegia los derechos de los bancos prestamistas, como han reconocido los magistrados y la abogada del Tribunal de Estrasburgo, en perjuicio de los deudores, que son la parte más débil del litigio.
    El caso de dicha Ley no es único en nuestra legislación. La insensibilidad e insolidaridad del Parlamento y de los gobiernos mantiene en vigor normativas obsoletas plenamente desactualizadas y de gran relevancia, desde el siglo XIX, ajenas por completo a la evolución que experimentó la sociedad española en tan dilatado período. Así ocurre, por ejemplo, con el Código de Comercio de 1885 o el Código civil de 1889 sin que nuestros legisladores se atrevan a refundir y actualizar las innumerables reformas introducidas en ambos cuerpos legales.
    Sin duda, nuestras leyes tienen muchos puntos negros que urge suprimir.

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