Asistimos
últimamente a un extendido clamor contra los desalojos forzosos de viviendas de
quienes por haber perdido su empleo se han quedado sin medios para hacer frente
al pago de sus hipotecas. Representantes sindicales, líderes políticos, jueces,
y hasta los bancos, causantes de la crisis, en sorprendente unanimidad piden la
suspensión de los desahucios y ofrecen variopintas alternativas. Los dos
partidos mayoritarios, justificando una vez más la pésima opinión que de los
políticos tienen los ciudadanos, necesitaron tres días de reuniones para
constatar su desacuerdo una vez más. El
partido popular optó por la aprobación el 15 de noviembre de un Decreto ley
que, entre la angustia de los desalojados y las presiones de la banca y de Bruselas,
establece una complicada casuística que excluye de sus beneficios a muchos
afectados, negándose a reformar la legislación vigente.
Todo el repentino afán de corregir una
injusticia social arrancó de la trágica muerte de una vecina de Baracaldo que
se arrojó por la ventana cuando iba a ser desahuciada. Este suicidio había sido
precedido de otro en iguales circunstancias dos días antes.
Situaciones como esta se asemejan a otras
que se dan en materia de tráfico. Existen vías públicas en las que, por defecto
de trazado por o mal estado de conservación, suceden frecuentes siniestros. Son
los llamados puntos negros. La repetición de las desgracias no inducen a las
autoridades a adoptar a tiempo las medidas pertinentes. Hasta que llega un
momento en que el número de accidentes o su excesiva frecuencia desatan un
escándalo ciudadano, y entonces es cuando los responsables deciden poner
remedio y dejar de mirar para otro lado.
Los españoles solemos olvidar en la
práctica lo que la sabiduría popular proclama como una verdad inconcusa: que es
mejor prevenir que curar; que si se actúa a tiempo se evitan daños y la
corrección es más económica.
Tal especie de inercia que a veces se
transforma en incuria, incide en cuestiones de gran trascendencia, como por
ejemplo el ordenamiento jurídico. Dígalo si no cuanto más prudente y necesario
hubiera sido la derogación de la Ley Hipotecaria de 1909 que mantiene su
vigencia a pesar de estar inspirada por el espíritu de la época en que fue
promulgada, y por ello privilegia los derechos de los bancos prestamistas, como
han reconocido los magistrados y la abogada del Tribunal de Estrasburgo, en
perjuicio de los deudores, que son la parte más débil del litigio.
El caso de dicha Ley no es único en nuestra
legislación. La insensibilidad e insolidaridad del Parlamento y de los
gobiernos mantiene en vigor normativas obsoletas plenamente desactualizadas y
de gran relevancia, desde el siglo XIX, ajenas por completo a la evolución que
experimentó la sociedad española en tan dilatado período. Así ocurre, por
ejemplo, con el Código de Comercio de 1885 o el Código civil de 1889 sin que
nuestros legisladores se atrevan a refundir y actualizar las innumerables
reformas introducidas en ambos cuerpos legales.
Sin duda, nuestras leyes tienen muchos
puntos negros que urge suprimir.
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