Agolada es un municipio rural de la
provincia de Pontevedra, poblado por unos 4.000 habitantes con evolución
decreciente, que ha adquirido notoriedad mediática con motivo de los tijeretazos al presupuesto,
acordados por la corporación para cumplir el plan de ajuste impuesto por el
Ministerio de Hacienda con el fin obtener ayuda con la que poder abonar las
facturas de los proveedores.
Los recortes incluyen el cierre de la
biblioteca, la Casa de la Cultura, una de las piscinas municipales, la
supresión de un empleo de socorrista, así como la eliminación
de dedicación exclusiva de un
concejal y la plaza del secretario del alcalde.
No se piense, sin embargo, que Agolada es un caso excepcional. Al contrario,
se trata de uno de tantos municipios que para cumplir la orden de Hacienda se
ve obligado a clausurar servicios y aumentar las tasas.
Durante los años que precedieron a la
crisis que estalló en septiembre de 2007, los municipios vivieron una auténtica
fiesta en la que se disparó el gasto, con la agravante de que se financió a
costa de endeudarse hasta límites insostenibles, y cuando llegó la merma de
ingresos fiscales, cayeron en la cuenta de que no podían afrontar el pago, es
decir, estaban en quiebra. La fiebre gastadora no fue exclusiva de los
ayuntamientos sino que siguieron la estela de las demás administraciones
públicas.
En efecto, si la deuda global de
los municipios asciende a 36.860 millones de euros, la de las comunidades autonómicas
es de 145.117 millones, y la de la Administración central suma 724.549
millones. No se salva nadie. La clase política –y también empresas y particulares- perdió el miedo al
apalancamiento como si nunca hubiera que
devolver lo prestado. Tras la orgía sobreviene la resaca.
Continuando con el ejemplo de Agolada -extrapolable al resto del país- en materia
de ocio, cultura y deporte, además de los elementos ya citados-, cuenta con
banda de música, coral polifónica, centro social de la tercera edad, varias
piscinas, pabellón de deportes y campo de futbol. No parece que alguien hubiera
pensado que además de la inversión inicial habría que soportar los gastos de
funcionamiento, y como consecuencia, si las arcas municipales dispondrían de
recursos suficientes de carácter permanente.
Probablemente, la proliferación de
instalaciones de cultura, ocio y deportes en un municipio no especialmente
rico, sea resultado de ofertas electorales de las corporaciones como cebo para
atraer votos y continuar al mando, sin que fuera obstáculo el excesivo
endeudamiento y es que, los humanos en general, si pueden obrar a su arbitrio
con impunidad y administran dinero ajeno, sienten la tentación de cometer
abusos y disparates.
Aun siendo enemigo de la exuberancia burocrática,
creo que se impone la necesidad de crear un cuerpo estatal de inspectores que
supervisen los presupuestos de los ayuntamientos antes de su entrada en vigor,
Su labor sería complementaria de la del Tribunal de Cuentas. El primero
actuaría “ex ante” y el segundo “ex post”.
Llegado el momento inaplazable de apretarse
el cinturón surge el dilema de por donde iniciar los recortes. ¿Qué debe ser
prioritario, cerrar la biblioteca o el pabellón de deportes? ¿La casa de la
cultura o el campo de fútbol? Como por suerte, estamos en democracia, entiendo
que la elección debe respetar la opinión de la mayoría debidamente informada.
Si en lugar del derroche en instalaciones
más o menos suntuarias y medidas efectistas de relumbrón, se hubiera invertido
en reformas productivas con retornos de rentabilidad y empleo, se habría evitado
el desequilibrio financiero y creado alicientes para el arraigo de la población
en evitación del éxodo rural causante del cierre de muchos pueblos y la
desertificación del territorio.
Lo que está claro es que al socaire de la
aparente riqueza, que se evaporó con el estallido de la burbuja inmobiliaria,
las administraciones públicas cometieron excesos y lo que ahora procede es
cambiar el rumbo y vivir con austeridad que equivale en la realidad a sentirnos
pobres de nuevo. No obstante, es éticamente exigible que el reparto de los
sacrificios se haga con equidad, afectando lo menos posible a los sectores más
vulnerables de la sociedad, tanto por razones de justicia como por reconocimiento
de que no tuvieron parte alguna en el desencadenamiento de la crisis.
Cabe preguntarse, ¿habremos aprendido la
lección para no repetir la experiencia en el futuro? Ojalá; mas me temo que la
respuesta sea negativa, no solo porque las crisis son indisociables del sistema
capitalista como porque la memoria de los pueblos es corta y poco duradera, de modo
que estamos condenados a tropezar en la
misma piedra nuevamente y a repetir los errores. Si la historia fuera maestra
de la vida como quería Cervantes, se habría evitado la repetición de sucesos fatales
como las guerras.
Conformémonos, de momento, con habilitar
fórmulas que cierren el paso a políticos manirrotos e infractores de la ley,
que se les exijan responsabilidades por su gestión desleal y por los perjuicios
ocasionados a los intereses generales.
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