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Suelen cifrarse los principales problemas
de la economía española a corto plazo en la inflación, el paro y la escasa
productividad, factores que implican pérdida de competitividad, no compensados
por la manipulación del tipo de cambio como era habitual antes de
nuestra adhesión a la Unión Monetaria y Económica (UEM) que supuso la adopción
del euro como unidad monetaria.
A las anteriores consideraciones habrá que
añadir el encarecimiento desorbitado de la vivienda, que se ha traducido en una
burbuja inmobiliaria con peligro de su imprevisto estallido. El alza de estos
precios, fuera de toda lógica, es responsable en buena parte del aumento experimentado por el IPC y el
severo endeudamiento de las familias españolas sobre la deuda disponible al
amparo de los bajos tipos de interés. El desfase de los precios no se justifica
por la escasez de la oferta, teniendo en cuenta que en 2002 se construyeron
500.000 pisos, un número muy superior al de nuevos matrimonios. Por tanto, cabe
pensar que una parta sustancial de los mismos habrá ido a incrementar el stock
de desocupados, que ya excede de dos millones.
Esta
situación tiene su origen, tanto en la preferencia de los españoles por la
compra sobre el arrendamiento como en la
creencia de que la inversión en ladrillo es la más sólida y rentable, sobre
todo en relación con la caída de las bolsas en los tres últimos años o con la
mínima retribución de los depósitos de ahorro.
El peligro que esconde el panorama
inmobiliario es que la desaceleración de la economía, unida al descenso de la
natalidad y nupcialidad derive en una fuerte contracción de la demanda que
paralizaría las transacciones y originaría una grave crisis del sector, que
evocaría lo ocurrido en Japón.
Si llegara a producirse el desplome del
mercado inmobiliario –y hay motivos para temerlo- las consecuencias serían
graves. La contracción de la actividad constructora comportaría un aumento del
desempleo y la pérdida de capacidad adquisitiva de las familias, muchas de las
cuales se verían en apuros para atender
sus obligaciones de pago, con la doble consecuencia de la mayor morosidad
bancaria, lo que a su vez agudizaría el efecto recesivo de la crisis. Hasta los
ayuntamientos sufrirían una considerable disminución de sus ingresos al
faltarles el cobro de las licencias de construcción.
En resumen, si las alzas de la
vivienda han subido desproporcionadamente y a contracorriente de la coyuntura,
lo normal sería que a corto plazo se iniciase la inflexión de la curva de
precios, tanto más pronunciada cuanto más se retrase la recuperación de la economía,
de la que el sector inmobiliario no puede
divergir indefinidamente.
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