Recientemente
tuve ocasión de asistir a una conferencia impartida a jubilados por J. Jornet,
presidenta del Banco Alimentar, una entidad portuguesa sin ánimo de lucro que
recoge cada día 40.000 kilos de alimentos de donativos de los centros
comerciales para su distribución entre los pobres.
La conferenciante reivindicó el papel que
desempeñan los mayores en la sociedad actual, muchos de los cuales, en España
como en Portugal comparten su pensión de jubilación con sus hijos y nietos,
muchas veces en paro, como forma
solidaria de superar los efectos de la crisis, y elogió su disposición a hacer
llegar a los jóvenes y no tan jóvenes su experiencia para insuflarles un
aire refrescante de optimismo tan alejado del catastrofismo como de la
euforia, que ayude a soportar los agobios y apremios del presente.
Los abuelos están en condiciones de dar
lecciones de austeridad y humildad que forman parte de su pasado, por haber
conocido y practicado ambas cualidades a lo largo de sus vidas que les ayudaron
a sobrevivir a las trágicas consecuencias de la Guerra Civil, agravadas
posteriormente por la Segunda Guerra Mundial por más que los españoles no hubiéramos
participado directamente en ella, lo que no nos libró de sufrir privaciones.
Pasamos del “I Año Triunfal, “II Año Triunfal” y “III Año Triunfal” al “Año de
la Victoria”.
En aquellos malhadados tiempos de guerra y
posguerra las dificultades se multiplicaban. Sobre la pobreza general del país
antes de la contienda sobrevino el vendaval de la guerra fratricida que se
prolongó a lo largo de tres interminables años en los que cientos de miles de
personas perdieron su vida, y cuando se silenciaron las armas, otros muchos
españoles se habían exiliado o permanecían recluidos en campos de
concentración, y sobre este panorama aterrador planeaba la fractura social que
dividía a la patria común entre vencedores y vencidos.
Entonces no había televisión, ni Internet,
ni móviles, ni siquiera cine en color para aliviar las penas, e incluso la luz eléctrica sufría frecuentes
apagones, y lo que era peor, el racionamiento desde alimentos a tabaco. Hubo
que agarrarse a la vida para no dimitir. Y por supuesto, nadie se planteaba ir
de vacaciones, comprar coche o adquirir una segunda vivienda que ahora nos
parece normal. Bien al contrario, preocupaciones más acuciantes dominaban
nuestro existir. Mientras en las ciudades se formaban largas colas a horas
intempestivas para conseguir pan en cantidad limitada, que podía ser de
centeno, cebada e incluso de algarroba, porque el de trigo era privilegio de
unos pocos, el racionamiento de alimentos y tabaco que se mantuvo hasta 1953,
en las aldeas de Galicia, donde, por cierto, vivía mucha más gente que ahora, se
cocía el pan de maíz para una semana, y en la “lareira” se hacía la “bica”, una
especie de torta de dicho cereal.
Quienes aun respiramos somos supervivientes
de las más adversas circunstancias y también somos testigos del increíble cambio
de las condiciones de vida que disfrutamos últimamente hasta el 2009 en que se
desencadenó la maldita crisis.
La enseñanza que puede extraerse de tan
profundas transformaciones es que nada hay perfecto ni permanente, que la vida
es tremendamente tenaz y que los tiempos de abundancia tienen aspectos
ingratos, van acompañados de desigualdad social y contienen el germen de los
cambios a peor en un proceso recurrente de vacas gordas a vacas flacas y
viceversa. Aun cuando lo malo es susceptible de empeorar, normalmente, del
túnel se termina saliendo a la luz, como de la enfermedad se sale a la salud,
reflexión que debe estimularnos para conservar la esperanza en los momentos de
desazón.
Los que hemos pasado por tres generaciones
carecíamos de muchos bienes y comodidades que hoy nos parecen normales cuando
no indispensables para una vida digna, pero no sufríamos apetencias
desordenadas, estrés, tensiones y depresiones a que nos conduce la publicidad.
la fiebre de poseer lo deseable aunque no esté a nuestro alcance, que a menudo
dista mucho de ser tan necesario para el
auténtico bienestar como nos hace creer la publicidad empeñada en que el
comprar sea un hábito
irrefrenable. Como alguien ha dicho, con razón, no es más rico quien más
bienes posee sino quien menos necesidades tiene.
Reflexionar sobre el pasado nos enseña a
comprender el presente y puede ayudar a los jóvenes a buscar el lado bueno de
las cosas, a sacar fuerzas de flaqueza para encarar el futuro con una dosis de
optimismo sin dejar por ello de prepararse con esfuerzo, creatividad y tesón.
La comunicación entre distintas generaciones permitirá fecundar la alianza de
la experiencia con el impulso juvenil.
Todos podemos mejorar nuestro mundo para hacerlo más habitable.
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