En los medios de comunicación es tema
recurrente el de la relación existente entre la ética y el comportamiento de
las empresas, especialmente tratándose de entidades financieras.
El “modus operandi” de estas últimas merece
todos los reproches de que son objeto
desde el punto de vista moral. Su único objetivo es multiplicar el dinero en
provecho propio y lograr que los beneficios de un año superen en dos dígitos
los de anterior. Como medios a su disposición, los directivos movilizan el máximo de recursos ajenos y los invierten
de la forma más productiva. Aunque los principios básicos de la colocación de fondos son la seguridad,
la rentabilidad y la liquidez, lo cierto es que con excesiva frecuencia
sacrifican el primero de ellos e invierten en operaciones de alto riesgo, se
ofrecen múltiples formas de recibir el dinero de los ahorradores seducidos por
las ganancias que se espera obtener. Como la clave está en manejar grandes
cantidades de efectivo se ofrecen múltiples modalidades
de recibir el dinero de los ahorradores, además de los clásicos
depósitos a la vista y a plazo sin adecuada información de los riesgos que
comportan, como estamos viendo respecto de las participaciones preferentes, que
la verdad es que de preferentes tiene poco. A costa de una teórica rentabilidad
elevada, en la información se pasó por alto que aquélla sólo sería real si el
banco obtuviera beneficios y que el plazo de la inversión era indefinido, o
mejor dicho, que no vencía nunca.
Para redondear los beneficios empresariales
se inventan pretextos para el pago de comisiones, destacando entre ellos los
conceptos de administración y mantenimiento aunque no tengan movimiento, lo que
en las pequeñas cuentas puede significar la confiscación del saldo mientras se
condonan a los grandes clientes.
Como un servicio bancario sano es esencial
para el buen funcionamiento del sistema económico, la ley encomienda al Banco
de España la regulación y
supervisión de las entidades
financieras, facultades que evidentemente
no ejerció en su plenitud como prueba la apurada situación en que se
encuentra la casi totalidad de ellas, fundamentalmente por haberse endeudado en
exceso en los mercados internacionales para poder conceder créditos a la
inversión inmobiliaria hasta que estalló la burbuja.
Como la posible quiebra del sistema
bancario sería una catástrofe nacional, el Estado se ve obligado a acudir en
socorro de los bancos y cajas de ahorro en apuros, que siempre fueron
fervientes defensores de la iniciativa privada y de la libertad de empresa.
Como contraste, el Estado
se
desentiende de las familias que por estar con el agua al cuello se ven forzados
a entregar sus viviendas al banco, a pesar de lo cual, éste les reclama la
deuda pendiente, originada por la defectuosa tasación que hizo en su día para
aumentar la cuantía del préstamo. Tengo ciertas dudas de si el préstamo público
a los particulares de las cuotas de, por ejemplo dos anualidades sería más
eficaz para combatir la crisis, pero no tengo ninguna de que sería más justa y
equitativa.
Es indudable que la gestión de los bancos y
cajas ha sido manifiestamente mejorable y que esta ineficiencia es causa de que
la crisis económica desatada en Estados Unidos adquiriese la profundidad que
registra en nuestro país.
Lo que más indigna a la ciudadanía es que
muchos de los directivos continúan en sus puestos y quienes los han dejado no
rindieron cuentas de sus discutibles actuaciones, sino que se retiraron con
pensiones de fábula y en no pocos casos, cobrando los blindajes que se
autoconcedieron.
Cuando un profesional incurre en
actuaciones erróneas o negligentes son condenados a inhabilitación, multa o
cárcel según los casos, y en cambio los ejecutivos que han llevado a la ruina
de las empresas quedan impunes. Es un buen ejemplo de cuan falaz es la
afirmación de que todos somos iguales ante la ley.
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