Frente al mantra de la derecha más o menos ultra, sobre la muerte de las ideologías y que ya no existe derecha ni izquierda, la realidad cotidiana se encarga de desmentir tales afirmaciones y demostrar que siguen vivas y vigentes.
Aparte del respeto a la tolerancia y las libertades, es en el terreno económico donde más se ponen de relieve las diferencias de comportamiento individual y colectivo.
El más reciente episodio donde puede apreciarse el contraste, quizás sea lo que está ocurriendo en África Oriental, también llamada Cuerno de África, y más crudamente en Somalia.
Este país está sufriendo la más extrema sequía de los últimos sesenta años que comporta la pérdida de las cosechas y la muerte por inanición del ganado. La situación se ha vuelto tan dramática que ocasiona el hambre masiva, el desplazamiento de 2,5 millones de somalíes y dio lugar a que Naciones Unidas declarase oficialmente el estado de hambruna en dicha región.
Como sucede normalmente en situaciones análogas bajo el imperio de la libertad de mercado, santo y seña del capitalismo, cuando aumenta la demanda y disminuye la oferta, los precios se disparan, y en Somalia se quintuplicaron.
La gente huye despavorida de la miseria y el hambre hacia Kenia, que también padece la escasez de lluvias, y se dirige a los campos de concentración, ya sobresaturados, donde son insuficientes los medios para socorrerla. Como ejemplo se cita el de Dadaab, construido en 1991 con capacidad para acoger a 90.000 personas y donde viven 390.000 refugiados, entre los cuales más de 10.000 niños sufren grave desnutrición.
¿Qué reflexiones cabe hacer ante este desastre humanitario? Sin duda, las causas son múltiples, tales como el histórico atraso económico, la profunda pobreza, la arraigada corrupción, la quiebra de la organización social y la violencia política y religiosa. Sobre este conjunto de desgracias ha caído como un rayo la falta prolongada de lluvias que ha hundido la agricultura y la ganadería, únicos medios de subsistencia.
Ante la dimensión de la catástrofe, la ONU pidió a la comunidad internacional 1.600 millones de dólares, y tanto las naciones como las ONG se movilizan para conseguirlos, pero para muchos somalíes la ayuda llegará tarde. Y el retraso no se debe a la súbita aparición de la emergencia, ya que la ONU cuenta con organizaciones especializadas como la FAO –que recientemente cambió su director general- para conocer la situación y por su parte las ONG presentes en el país, alertaron con tiempo de lo que se avecinaba. Aunque la reacción sea tardía, confiemos que sirva para evitar la continuación de la hambruna como la que en 1984 mató a un millón de personas en Biafra y los 300.000 somalíes en 1992.
En relación con el primer párrafo de este artículo, podemos pensar como debería haber reaccionado un régimen socialista en un caso como el de Somalia. Aparte de poner a contribución todos los medios disponibles para la importación de comestibles, las existencias se repartirían equitativamente con atención especial a niños y ancianos, llegando en último término a la incautación para evitar las maniobras especulativas. La libertad de mercado, en situaciones de crisis, puede atentar contra el sagrado principio del respeto a la vida.
El más reciente episodio donde puede apreciarse el contraste, quizás sea lo que está ocurriendo en África Oriental, también llamada Cuerno de África, y más crudamente en Somalia.
Este país está sufriendo la más extrema sequía de los últimos sesenta años que comporta la pérdida de las cosechas y la muerte por inanición del ganado. La situación se ha vuelto tan dramática que ocasiona el hambre masiva, el desplazamiento de 2,5 millones de somalíes y dio lugar a que Naciones Unidas declarase oficialmente el estado de hambruna en dicha región.
Como sucede normalmente en situaciones análogas bajo el imperio de la libertad de mercado, santo y seña del capitalismo, cuando aumenta la demanda y disminuye la oferta, los precios se disparan, y en Somalia se quintuplicaron.
La gente huye despavorida de la miseria y el hambre hacia Kenia, que también padece la escasez de lluvias, y se dirige a los campos de concentración, ya sobresaturados, donde son insuficientes los medios para socorrerla. Como ejemplo se cita el de Dadaab, construido en 1991 con capacidad para acoger a 90.000 personas y donde viven 390.000 refugiados, entre los cuales más de 10.000 niños sufren grave desnutrición.
¿Qué reflexiones cabe hacer ante este desastre humanitario? Sin duda, las causas son múltiples, tales como el histórico atraso económico, la profunda pobreza, la arraigada corrupción, la quiebra de la organización social y la violencia política y religiosa. Sobre este conjunto de desgracias ha caído como un rayo la falta prolongada de lluvias que ha hundido la agricultura y la ganadería, únicos medios de subsistencia.
Ante la dimensión de la catástrofe, la ONU pidió a la comunidad internacional 1.600 millones de dólares, y tanto las naciones como las ONG se movilizan para conseguirlos, pero para muchos somalíes la ayuda llegará tarde. Y el retraso no se debe a la súbita aparición de la emergencia, ya que la ONU cuenta con organizaciones especializadas como la FAO –que recientemente cambió su director general- para conocer la situación y por su parte las ONG presentes en el país, alertaron con tiempo de lo que se avecinaba. Aunque la reacción sea tardía, confiemos que sirva para evitar la continuación de la hambruna como la que en 1984 mató a un millón de personas en Biafra y los 300.000 somalíes en 1992.
En relación con el primer párrafo de este artículo, podemos pensar como debería haber reaccionado un régimen socialista en un caso como el de Somalia. Aparte de poner a contribución todos los medios disponibles para la importación de comestibles, las existencias se repartirían equitativamente con atención especial a niños y ancianos, llegando en último término a la incautación para evitar las maniobras especulativas. La libertad de mercado, en situaciones de crisis, puede atentar contra el sagrado principio del respeto a la vida.
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