Desde que en 1989 se produjo el desplome de los mal llamados regímenes comunistas de Europa central y oriental, se ha acentuado la orfandad ideológica en la que vive la izquierda política, de la que bien podría decirse que, a partir de entonces, ha perdido la brújula y no encentra mejor guía intelectual para respaldar su quehacer que apuntarse a un pragmatismo romo, que lo que en realidad esconde es la carencia de ideas claras y de principios sólidos orientadores y definitorios.
Aun cuando la desorientación ideológica es un fenómeno de ámbito mundial, por razones de economía de espacio, limitaré el análisis a los aspectos que ofrece el escenario español.
Donde es más evidente la confusión es en el terreno político. El PSOE, cuando alcanzó el poder, olvidó los principios por los que luchó desde su fundación y privatizó las empresas públicas que continuó el PP, proclamó sin recato la superior eficacia de la empresa capitalista y puso esta valoración en práctica tanto a escala nacional como local. Ha habido sociedades a las que la gestión privada llevó a la quiebra que fueron recapitalizadas con recursos presupuestarios y cuando produjeron de nuevo beneficios fueron devueltas a la iniciativa privada, aplicando el perverso principio de privatizar los beneficios y socializar las pérdidas.
Es a todas luces injusto cargar al sector público con empresas inviables y sostener después que la gestión es ineficiente, y es inadmisible postular la máxima libertad para la iniciativa privada si el viento sopla a favor, y clamar por ayudas estatales en tiempos de vacas flacas, cuando aprieta la crisis.
La esencia de la empresa privada es su disposición a asumir riesgos, y solo en su virtud se justifica el beneficio a que aspira. El empresario actúa como una especie de profeta que triunfa cuando el mercado le da la razón y se arruina si se equivoca. Eliminar el riesgo empresarial atenta contra la naturaleza del sistema.
Por ello, no parece lógico que los gobiernos socialistas hagan almoneda de las empresas públicas, saneándolas previamente con recursos de los contribuyentes. Para muchos es una verdad inconclusa el fracaso del intervencionismo en la economía, pero cuando asoma la crisis se pone en solfa el neoliberalismo económico que tuvo por ideólogo principal al economista norteamericano Milton Friedman y como discípulos aventajados a la pareja formada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, los cuales no solamente empobrecieron a las clases menos favorecidas sino que plantaron la semilla que fructificaría más tarde en la recesión de 2008, de la que sus epígonos no saben cómo salir. En esta tesitura, la izquierda se ha quedado sin ideas y actúa donde gobierna con un galimatías en el que mezcla liberalismo e intervencionismo, libre competencia y dominio de mercados, libertad empresarial y proteccionismo, como si fuera posible mezclar el agua y el aceite. Y todo ello amparado en la fórmula confusa de la economía mixta que dentro de límites imprecisos y variables rige en los países industrializados, sin que se acote el campo que se asigna al capital y el que se reserva a las empresas públicas.
Otro terreno en el que difiere el enfoque entre izquierda y derecha es el fiscal, tanto en su aspecto cuantitativo como en la preferencia por una determinada clase de impuestos. La derecha suele ofrecer a los electores rebajas fiscales en los impuestos directos que siempre son bien acogidas sin reparar que conllevan un empeoramiento de la protección social o de inversiones de interés general, a cambio proponen incrementar los indirectos que gravan el poder adquisitivo de las clases más desfavorecidas. Lo normal es que el punto de vista de la izquierda sea el contrario, pero la socialdemocracia teme que eso le haga perder votos y en consecuencia, adapta las promesas electorales a las de sus competidores. Así, el PSOE redujo las tarifas del IRPF que costó a la Hacienda 10.000 millones de euros y suprimió el tributo que grava los grandes patrimonios que supuso otros 1.800 millones.
Esta actitud contraria al ideario socialista explicaría las derrotas electorales que cosecha la izquierda en la mayoría de los países, lo que indica que para políticas conservadoras, la gente prefiere a la derecha que, al menos, no engaña. Siempre es mejor el original que la copia.
Una materia en la que sin mayor justificación discrepan los partidos mayoritarios españoles es la producción de energía eléctrica de origen nuclear. Mientras el PSOE aboga por la prohibición de nuevas centrales nucleares y el cierre de las existentes, el PP defiende la conservación de las mismas más allá de su vida útil (40 años) si se garantiza su seguridad.
Más allá de los postulados de la Revolución francesa (libertad, igualdad y fraternidad) su aplicación a los problemas actuales se concreta en valores como los siguientes, que son a modo de distintivos de la izquierda:
Educación pública universal y gratuita, ecología, política de inmigración, laicismo, despenalización del aborto en determinados supuestos, emancipación de la mujer, derechos humanos, antiimperialismo, antinacionalismo, tributación directa y progresiva, justicia social y fortalecimiento del Estado.
Es justo reconocer que algunos de estos principios, aunque rechazados en su origen, terminaron siendo asumidos por la derecha sin mucha convicción. Tal ocurre, por ejemplo, en lo referente a los derechos igualitarios de la mujer, la ecología, la despenalización del aborto en ciertas situaciones o en los derechos humanos. Todo esto al mismo tiempo en que el PSOE cede terreno en su ideología, creándose así una confusión conceptual que conduce a la indefinición ideológica que desorienta a quienes las ideas claras. al respecto.
Si por un lado la socialdemocracia defraudó por sus resultados, tampoco el capitalismo neoliberal, ahora dueño del campo es la solución que el mundo demanda, y si ha pervivido desde los tiempos de Adam Smith, se debe a su camaleonismo, puesto que el que ahora conocemos se parece muy poco al del primitivo “laissez faire, laissez paser”. De lo que se desprende que si no aparece un nuevo Keynes que lo renueve, tendrá que surgir un Marx que lo destruya.
En todo caso se hace preciso que la política se adecue a los principios y no a la inversa, porque ello denotaría la ausencia de criterios sólidos que llevarían a la adopción de medidas erráticas y arbitrarias con riesgo de caer en la demagogia, más válidas para preservar intereses partidistas que para defender el bien común.
Aun cuando la desorientación ideológica es un fenómeno de ámbito mundial, por razones de economía de espacio, limitaré el análisis a los aspectos que ofrece el escenario español.
Donde es más evidente la confusión es en el terreno político. El PSOE, cuando alcanzó el poder, olvidó los principios por los que luchó desde su fundación y privatizó las empresas públicas que continuó el PP, proclamó sin recato la superior eficacia de la empresa capitalista y puso esta valoración en práctica tanto a escala nacional como local. Ha habido sociedades a las que la gestión privada llevó a la quiebra que fueron recapitalizadas con recursos presupuestarios y cuando produjeron de nuevo beneficios fueron devueltas a la iniciativa privada, aplicando el perverso principio de privatizar los beneficios y socializar las pérdidas.
Es a todas luces injusto cargar al sector público con empresas inviables y sostener después que la gestión es ineficiente, y es inadmisible postular la máxima libertad para la iniciativa privada si el viento sopla a favor, y clamar por ayudas estatales en tiempos de vacas flacas, cuando aprieta la crisis.
La esencia de la empresa privada es su disposición a asumir riesgos, y solo en su virtud se justifica el beneficio a que aspira. El empresario actúa como una especie de profeta que triunfa cuando el mercado le da la razón y se arruina si se equivoca. Eliminar el riesgo empresarial atenta contra la naturaleza del sistema.
Por ello, no parece lógico que los gobiernos socialistas hagan almoneda de las empresas públicas, saneándolas previamente con recursos de los contribuyentes. Para muchos es una verdad inconclusa el fracaso del intervencionismo en la economía, pero cuando asoma la crisis se pone en solfa el neoliberalismo económico que tuvo por ideólogo principal al economista norteamericano Milton Friedman y como discípulos aventajados a la pareja formada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, los cuales no solamente empobrecieron a las clases menos favorecidas sino que plantaron la semilla que fructificaría más tarde en la recesión de 2008, de la que sus epígonos no saben cómo salir. En esta tesitura, la izquierda se ha quedado sin ideas y actúa donde gobierna con un galimatías en el que mezcla liberalismo e intervencionismo, libre competencia y dominio de mercados, libertad empresarial y proteccionismo, como si fuera posible mezclar el agua y el aceite. Y todo ello amparado en la fórmula confusa de la economía mixta que dentro de límites imprecisos y variables rige en los países industrializados, sin que se acote el campo que se asigna al capital y el que se reserva a las empresas públicas.
Otro terreno en el que difiere el enfoque entre izquierda y derecha es el fiscal, tanto en su aspecto cuantitativo como en la preferencia por una determinada clase de impuestos. La derecha suele ofrecer a los electores rebajas fiscales en los impuestos directos que siempre son bien acogidas sin reparar que conllevan un empeoramiento de la protección social o de inversiones de interés general, a cambio proponen incrementar los indirectos que gravan el poder adquisitivo de las clases más desfavorecidas. Lo normal es que el punto de vista de la izquierda sea el contrario, pero la socialdemocracia teme que eso le haga perder votos y en consecuencia, adapta las promesas electorales a las de sus competidores. Así, el PSOE redujo las tarifas del IRPF que costó a la Hacienda 10.000 millones de euros y suprimió el tributo que grava los grandes patrimonios que supuso otros 1.800 millones.
Esta actitud contraria al ideario socialista explicaría las derrotas electorales que cosecha la izquierda en la mayoría de los países, lo que indica que para políticas conservadoras, la gente prefiere a la derecha que, al menos, no engaña. Siempre es mejor el original que la copia.
Una materia en la que sin mayor justificación discrepan los partidos mayoritarios españoles es la producción de energía eléctrica de origen nuclear. Mientras el PSOE aboga por la prohibición de nuevas centrales nucleares y el cierre de las existentes, el PP defiende la conservación de las mismas más allá de su vida útil (40 años) si se garantiza su seguridad.
Más allá de los postulados de la Revolución francesa (libertad, igualdad y fraternidad) su aplicación a los problemas actuales se concreta en valores como los siguientes, que son a modo de distintivos de la izquierda:
Educación pública universal y gratuita, ecología, política de inmigración, laicismo, despenalización del aborto en determinados supuestos, emancipación de la mujer, derechos humanos, antiimperialismo, antinacionalismo, tributación directa y progresiva, justicia social y fortalecimiento del Estado.
Es justo reconocer que algunos de estos principios, aunque rechazados en su origen, terminaron siendo asumidos por la derecha sin mucha convicción. Tal ocurre, por ejemplo, en lo referente a los derechos igualitarios de la mujer, la ecología, la despenalización del aborto en ciertas situaciones o en los derechos humanos. Todo esto al mismo tiempo en que el PSOE cede terreno en su ideología, creándose así una confusión conceptual que conduce a la indefinición ideológica que desorienta a quienes las ideas claras. al respecto.
Si por un lado la socialdemocracia defraudó por sus resultados, tampoco el capitalismo neoliberal, ahora dueño del campo es la solución que el mundo demanda, y si ha pervivido desde los tiempos de Adam Smith, se debe a su camaleonismo, puesto que el que ahora conocemos se parece muy poco al del primitivo “laissez faire, laissez paser”. De lo que se desprende que si no aparece un nuevo Keynes que lo renueve, tendrá que surgir un Marx que lo destruya.
En todo caso se hace preciso que la política se adecue a los principios y no a la inversa, porque ello denotaría la ausencia de criterios sólidos que llevarían a la adopción de medidas erráticas y arbitrarias con riesgo de caer en la demagogia, más válidas para preservar intereses partidistas que para defender el bien común.
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