La acritud e
intolerancia con que a menudo se plantea la coexistencia, inevitablemente
conflictiva y polémica, de las lenguas autóctonas con el castellano, no debería
impedir un amplio y serio debate en cada autonomía que facilitara, sin tabúes
ni defensa a ultranza de posiciones previas, la aportación de todos los puntos
de vista, con el debido respeto a todas las opiniones, por muy divergentes que
fueran. Ello serviría tanto para fundamentar las decisiones subsiguientes que la Administración
pudiera adoptar como para mostrar el grado de madurez democrática que todos
defendemos y añoramos para nuestra sociedad.
Respecto al
caso gallego en concreto, por ser el más próximo, el tema del predominio lingüístico
suscita en seguida posiciones viscerales y contrapuestas, y por ello no siempre
sobradas de argumentos convincentes y sí de apasionamiento. Solo en la discusión,
serena y respetuosa podrán sostenerse y justificarse las diferentes opciones,
habida cuenta de que, en definitiva, es el pueblo soberano quien decide el uso.
Por supuesto, las mismas razones son válidas para las otras dos lenguas
cooficiales.
Lo deseable es
alcanzar un perfecto bilingüismo en el uso popular y un buen conocimiento de un
tercer idioma que hoy por hoy es el inglés como lengua franca mundial. Uno de
ellos será el que sirvió para expresar y adquirir los primeros conocimientos y
los demás serán adquisiciones posteriores. Ni el castellano ni el gallego tienen
el monopolio de lengua vernácula en Galicia. Y esta realidad, guste o no guste,
es la que conforma la realidad. Por ello creo que deben eludirse planteamientos
excluyentes y respetar la libertad de las personas a utilizar la lengua en que
mejor se expresen.
Para quienes
defienden el dominio del gallego en exclusiva en detrimento del castellano, les
invitaría a imaginar por un momento la situación en que se vieran cumplidas las
aspiraciones de los grupos nacionalistas más radicales.
Llegados a
este punto, bueno será recordar que la función natural de cualquier idioma es
la de permitir entendernos con el mayor número posible de interlocutores, nunca
la de fomentar la aparición de ghetos incomunicados. Dejando aparte el coste en
términos sociales y económicos –que no sería ocioso ni mucho menos analizar– que
habría que pagar por tamaña transformación, la culminación del proceso
significaría un aislamiento efectivo en relación con nuestro entorno próximo y
remoto. Tendría sentido, en tal supuesto, plantearse una serie de
interrogantes, como:
- Cuando
nuestros trabajadores emigrasen bien pertrechados con su gallego, ¿verían
incrementadas sus oportunidades de empleo tanto en Madrid como en París o
Hamburgo?
- Si en la
selección de personal estuviéramos sobrevalorando al candidato a un puesto de
responsabilidad por su mejor conocimiento de la lengua vernácula, ¿no
correríamos el peligro de de estar desechando a otros de mayor idoneidad para
el cargo?
- En la
situación supuesta, ¿no se habría impulsado a los padres de clase alta a enviar
a sus hijos a universidades castellanas, agravando así la desigualdad de
oportunidades derivadas de la distinta situación económica?
- En definitiva,
a cambio de preservar a todo trance nuestra identidad cultural, ¿en qué medida
habríamos contribuido a elevar el nivel de vida de los gallegos, objetivo al
que nadie puede renunciar?
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