Con más de medio siglo de la accesión al
poder de los hermanos Castro, es oportuno hacer un somero balance de tan larga
etapa revolucionaria y avizorar el futuro político de la perla de las Antillas.
Es inevitable reconocer que el afán de
renovación y regeneración pública con
que fue saludada la derrota del corrupto
presidente Batista se frustró en gran parte a lo largo del tiempo. Sin duda al
nuevo régimen se le debe la implantación de mejoras sociales, especialmente en
el terreno de la educación y la sanidad, dos pilares fundamentales del
bienestar, pero al alto precio de perder otros bienes no menos valiosos como
las libertades individuales y el respeto a los derechos humanos.
La expatriación de dos millones de cubanos,
la supresión de derechos fundamentales, la delación como forma de control
social, el monopolio informativo, el aislamiento de sus vecinos iberoamericanos
y el bajo nivel de vida de la población, no sólo como consecuencia del embargo
estadounidense, sino también por el fracaso de la política económica, son otras
tantas partidas al debe del régimen.
Quizás lo peor del balance provenga del
inmovilismo suicida del castrismo que hasta ahora ha cerrado las puertas a la
evolución política hacia un sistema democrático homologable con el de los
Estados del mundo occidental al que Cuba pertenece. Con 86 años cumplidos Fidel, y cuatro menos
su hermano Raúl, parecen no
advertir que sus vidas declinan y que el
país reclama –aun cuando no pueda exigirlo a voz en cuello ni en las urnas- una
salida pacífica al callejón sin salida en que le sumerge el permanente discurso de “revolución o
muerte”, propio de un régimen político que niega la voz al pueblo para escoger
su destino.
Si la adicción al poder no les obnubilase
la mente, el último y mejor servicio que podrían prestar a su patria los
hermanos Castro sería anunciar un plazo para su retiro e iniciar simultáneamente
un proceso ordenado de transición hacia un Estado democrático de derecho,
inspirada en el ejemplo de España, a fin de que la ciudadanía pueda elegir
libremente su futuro sin coacciones policiales ni presiones exteriores, dando
paso a una alternancia en el poder.
Sin duda un programa de este tipo sería el
mejor remedio preventivo para evitar que los resentidos y extremistas de la diáspora
puedan irrumpir en tropel en un momento dado e implantar una democracia al
estilo de las que Estados Unidos patrocinó en el pasado en Centroamérica.
Ojalá
que los cubanos de dentro y de fuera del país encuentren el camino que les
lleve a la reconciliación para conseguir la libertad sin perder las conquistas
sociales. Que unos y otros renuncien a los extremismos. Sería el mejor homenaje
a Martí en el ciento sesenta aniversario de su fallecimiento.
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