lunes, 18 de junio de 2012

Sueldos y supersueldos


Como es sabido, las empresas se constituyen para obtener beneficios y no para hacer amigos. Esta característica general es de especial aplicación en el caso de las sociedades financieras cuyas penurias actuales son tema de recurrente actualidad, de las que voy a ocuparme.
    Conseguir simultáneamente ganancias y amigos no deberían ser objetivos contradictorios porque la actividad empresarial debe basarse en la confianza mutua, condición indispensable tratándose de las empresas que se dedican al tráfico de dinero. Sin embargo, si no es fácil hallar motivos para bendecir éticamente a las empresas en general, lo es aun menos en el caso de los bancos y cajas de ahorros cuya relación con la moral es harto conflictiva.
    La tentación de beneficios crecientes puede jugar malas pasadas a los gestores de las entidades financieras que termina enajenando la confianza de sus clientes. Haciendo abstracción de acciones tipificadas como  delictivas en el Código penal, existen comportamientos alegales no menos censurables. Comenzando por las relaciones laborales, frente a remuneraciones desmesuradas de la cúpula directiva se urden procedimientos  para abaratar los sueldos más bajos con fórmulas restrictivas de derechos que configuran los llamados “contratos basura”. Si de lados de los costes se exageran los trucos para reducirlos al mínimo, del de los ingresos, la imaginación juega su papel, y no para de incorporar el lanzamiento al mercado de productos a cual más sofisticado y más oscuro haciendo uso de su capacidad de crear dinero. Invertir los ahorros de sus clientes en operaciones rentables, seguras y con liquidez es el desideratum de cualquier establecimiento bancario, pero como dichas condiciones son incompatibles entre sí, el problema se resuelve con una equilibrada distribución, de modo que, en conjunto, se consigan los tres objetivos en un grado razonable. Así lo manda la ortodoxia financiera.
    Este delicado equilibrio ha sido vulnerado muchas veces, comenzando por las quiebras bancarias de la década de los ochenta para culminar con el agujero negro en que están sumidos bancos y cajas que obligó a su intervención por los organismos internacionales después de haber arrastrado a la ruina a muchas familias y dejado en la calle a miles de empleados, al mismo tiempo que los gestores causantes del estropicio se retiran tranquilamente a disfrutar de los millones que se autoadjudicaron, sin que los gobiernos ni los jueces tengan nada que decir al respecto. Si esto se considera legal, habría que concluir que estamos regidos por la ley del embudo.
    Entre las malas prácticas de las entidades financieras a las que hemos asistido en los últimos años, figuran los depósitos-seguros de prima fija, la falta de celo en la detección del blanqueo de capitales o la relación con los paraísos fiscales, para terminar con la emisión de las llamadas participaciones preferentes colocadas entre pequeños ahorradores ayunos de cultura financiera que no eran conscientes de los riesgos que asumían ni los empleados se ocuparon de explicárselos. Atraídos por la alta rentabilidad, los suscriptores firmaron los documentos que les presentaron sin darse cuenta que los intereses solamente se abonarían si la entidad emisora  tenía beneficios –lo que ahora no ocurre- y la recuperación de la inversión solo era posible a través del mercado secundario entre compradores y vendedores de participaciones, el cual dejó de funcionar, y en consecuencia no se puede deshacer la operación.
    Gran parte de la culpa de los apuros en que se encuentra el sistema financiero hay que atribuírsela al Banco de España que, teniendo facultades  de regulación y supervisión, omitió ejercerlas, dejando a las entidades en libertad de actuación, con los resultados que conocemos: la bancarrota propia, el engaño de sus clientes y un daño enorme al país. A todo esto, el gobernador, que cobraba un sueldo de 176.000 euros, se va a su casa un mes antes de que terminara su mandato y solo se le ocurre decir que “tal vez se haya podido cometer algún error”.
    Que tantos fallos y conductas impropias queden impunes y se salden
con una vaga disculpa, pone de relieve el mito de que ante la ley todos somos iguales.

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