Como
es sabido, las empresas se constituyen para obtener beneficios y no para hacer
amigos. Esta característica general es de especial aplicación en el caso de las
sociedades financieras cuyas penurias actuales son tema de recurrente
actualidad, de las que voy a ocuparme.
Conseguir simultáneamente ganancias y
amigos no deberían ser objetivos contradictorios porque la actividad
empresarial debe basarse en la confianza mutua, condición indispensable
tratándose de las empresas que se dedican al tráfico de dinero. Sin embargo, si
no es fácil hallar motivos para bendecir éticamente a las empresas en general,
lo es aun menos en el caso de los bancos y cajas de ahorros cuya relación con
la moral es harto conflictiva.
La tentación de beneficios crecientes puede
jugar malas pasadas a los gestores de las entidades financieras que termina
enajenando la confianza de sus clientes. Haciendo abstracción de acciones
tipificadas como delictivas en el Código
penal, existen comportamientos alegales no menos censurables. Comenzando por
las relaciones laborales, frente a remuneraciones desmesuradas de la cúpula
directiva se urden procedimientos para
abaratar los sueldos más bajos con fórmulas restrictivas de derechos que
configuran los llamados “contratos basura”. Si de lados de los costes se
exageran los trucos para reducirlos al mínimo, del de los ingresos, la
imaginación juega su papel, y no para de incorporar el lanzamiento al mercado
de productos a cual más sofisticado y más oscuro haciendo uso de su capacidad
de crear dinero. Invertir los ahorros de sus clientes en operaciones rentables,
seguras y con liquidez es el desideratum de cualquier establecimiento bancario,
pero como dichas condiciones son incompatibles entre sí, el problema se
resuelve con una equilibrada distribución, de modo que, en conjunto, se
consigan los tres objetivos en un grado razonable. Así lo manda la ortodoxia
financiera.
Este delicado equilibrio ha sido vulnerado
muchas veces, comenzando por las quiebras bancarias de la década de los ochenta
para culminar con el agujero negro en que están sumidos bancos y cajas que
obligó a su intervención por los organismos internacionales después de haber
arrastrado a la ruina a muchas familias y dejado en la calle a miles de
empleados, al mismo tiempo que los gestores causantes del estropicio se retiran
tranquilamente a disfrutar de los millones que se autoadjudicaron, sin que los
gobiernos ni los jueces tengan nada que decir al respecto. Si esto se considera
legal, habría que concluir que estamos regidos por la ley del embudo.
Entre las malas prácticas de las entidades
financieras a las que hemos asistido en los últimos años, figuran los
depósitos-seguros de prima fija, la falta de celo en la detección del blanqueo
de capitales o la relación con los paraísos fiscales, para terminar con la
emisión de las llamadas participaciones preferentes colocadas entre pequeños
ahorradores ayunos de cultura financiera que no eran conscientes de los riesgos
que asumían ni los empleados se ocuparon de explicárselos. Atraídos por la alta
rentabilidad, los suscriptores firmaron los documentos que les presentaron sin
darse cuenta que los intereses solamente se abonarían si la entidad emisora tenía beneficios –lo que ahora no ocurre- y la
recuperación de la inversión solo era posible a través del mercado secundario
entre compradores y vendedores de participaciones, el cual dejó de funcionar, y
en consecuencia no se puede deshacer la operación.
Gran parte de la culpa de los apuros en que
se encuentra el sistema financiero hay que atribuírsela al Banco de España que,
teniendo facultades de regulación y
supervisión, omitió ejercerlas, dejando a las entidades en libertad de
actuación, con los resultados que conocemos: la bancarrota propia, el engaño de
sus clientes y un daño enorme al país. A todo esto, el gobernador, que cobraba
un sueldo de 176.000 euros, se va a su casa un mes antes de que terminara su
mandato y solo se le ocurre decir que “tal vez se haya podido cometer algún
error”.
Que tantos fallos y conductas impropias
queden impunes y se salden
con
una vaga disculpa, pone de relieve el mito de que ante la ley todos somos
iguales.
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