Existen situaciones en las que quien
anuncia un suceso determinado puede influir directa o indirectamente en que los
hechos venideros favorezcan el
cumplimiento de su predicción. Imaginemos el caso de un enamorado que reprocha
a su novia que no le ama, lo cual es negado por ella. No obstante, el celoso
galán insiste una y otra vez que su amor no es correspondido. Y lo hace
con tanta insistencia que su interlocutora termina diciéndole que no lo
soporta. Porque ¿quién puede sentirse atraído
por un pelmazo que aburre y empalaga? Lo que era un temor infundado en
un principio, termina siendo una realidad. Es lo que se llama una profecía
autocumplida.
A veces, quienes asumen el papel de augures
no son tan intrascendentes en sus vaticinios como el amante en cuestión. Se
trata de intelectuales con prestigio académico metidos a profetas del desastre
en cuestiones que nos afectan a todos.
A esta clase de vaticinios son adictos los
organismos económicos y servicios de estudios que acostumbran a pronosticar con
años de antelación el crecimiento del PIB
y cuando la realidad les desmiente, como ocurre con harta frecuencia, no
por ello desisten de continuar en la tarea. A menudo, lo que anuncian es un
empeoramiento de la situación y sus previsiones pesimistas influyen en el
comportamiento de los agentes sociales (familias y empresas) que se retraen por
desconfianza en el futuro, y de esta manera la profecía tiende a cumplirse.
Otro ejemplo nos lo ofreció hace
algunos años el politólogo estadounidense Samuel Huntington quien publicó un
libro que tituló “El choque de civilizaciones” en el que sostenía la inevitabilidad
del conflicto entre el mundo cristiano y el musulmán. Para muchos, esta visión
catastrofista se vería confirmada por los ataques terroristas del 11-S y la
reacción del presidente Bush hijo que dio lugar a las guerras de Irak y
Afganistán, todavía no resueltas
Si en lugar de combatir las causas del desorden mundial que alimentan
el terrorismo
internacional, motivado en parte por la
miseria de gran parte del mundo y la opulencia de otro, buscamos el
enfrentamiento y rehuimos el diálogo, estamos contribuyendo a que las
circunstancias propicien el cumplimiento de los más funestos presagios.
El enfoque norteamericano de la lucha
antiterrorista de considerar sospechosos a árabes y musulmanes da lugar a
episodios racistas y xenófobos causantes de que las relaciones internacionales
e interculturales sean cada vez más tirantes y que la colisión sea inevitable.
De perseverar en esta actitud, la lucha
antiterrorista se confundirá con una cruzada contra el Islam, a sabiendas de la
incoherencia que representa al apoyar simultáneamente a las monarquías
semifeudales del Golfo Pérsico de donde procede
el suministro del gas y petróleo.
Sería trágico que la persistencia de tal
mentalidad nos abocase al cumplimiento de la profecía de Huntington que podría
significar la destrucción mutua asegurada que pudo ser evitada por la guerra
fría. El remedio está en manos de todos. Y Occidente daría pruebas de altura de
miras y buen sentido no tomando por enemigos a 1.300 millones de mahometanos
cuando menos de un 10% podría estar formado por fanáticos recalcitrantes,
fanatismo que anima a los terroristas suicidas.
El mundo islámico necesita mayor desarrollo
económico y librarse de gobiernos despóticos y corruptos, muchas veces
respaldados por los países industrializados en función de intereses económicos.
En lugar de cruzadas deberíamos ofrecer a ese mundo
más intensas relaciones
culturales y comerciales y apoyo a los grupos que en su seno aspiran a mayores
niveles de libertad y democracia de sus regímenes y una convivencia pacífica
con el resto de las naciones.
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