La sana convivencia social estriba en que
el amor propio y el amor a la patria se complementen con el respeto a las
tradiciones y derechos de los demás pueblos sin limitaciones distanciales. Eso
es lo que convierte en ciudadano al individuo, cuando comprende que no es
posible la felicidad personal con la desdicha colectiva, y que por encima de los derechos individuales están
los intereses generales de la sociedad.
La comprensión de esta dualidad se consigue
a través de la educación solidaria para la democracia, la “paidea” de los griegos,
que libera las mentes de ataduras irracionales y hace comprensible y atractiva la
necesidad de vivir en sociedad, que es el ámbito donde las personas se realizan
como seres humanos en toda su plenitud, como en tiempos remotos se hacía en el
seno de la familia, el clan o la tribu.
Si en la antigüedad los límites
territoriales de la sociedad se agotaban en la “polis”, la ciudad, porque fuera
de sus límites, extramuros el mundo restante era algo ajeno y distante, a lo
largo de la historia, se han extendido al Estado-nación, y actualmente estas
formas de organización política han devenido disfuncionales para dar solución a
los mil y un problemas que desbordan las fronteras de cualquier nación por más
extensa y poblada que sea.
Por eso, la ética griega de la que aún nos
alimentamos, era una ética social, válida para la vida política, es decir, de la ciudad. Hoy tenemos que elaborar y respetar
nuevos principios éticos de validez universal, como por ejemplo los derechos
humanos, para asegurar la pervivencia de la comunidad internacional en que se
ha convertido la globalización o mundialización. Esta nueva sociedad está
constituida, ni más ni menos que por la población del planeta, tan
interrelacionada e interdependiente como pudieron estarlo en la antigüedad los
habitantes de la “polis”.
Para adaptarnos al empequeñecimiento del
mundo por obra de la técnica, deberá surgir la conciencia de una nueva
identidad colectiva, superpuesta a las demás que nos definen, en forma de círculos
concéntricos. De esta manera, junto a nuestra pertenencia a un municipio, a una comunidad autónoma y a una nación, es preciso
que asumamos la condición de ciudadanos
del mundo, que a nuestras identidades anteriores agreguemos una más, sin que
ninguna pueda considerarse excluyente porque todas son parte de un conjunto que
abarca y define a cada persona como miembro de la familia humana.
Las campañas populares en reivindicación
del 0,7% del producto interior bruto para ayuda al Tercer Mundo, cuyas naciones
son llamadas ahora en desarrollo, es un signo de que se va abriendo paso la
mentalidad de que todos navegamos en el mismo barco y que los pasajeros de
cubierta no pueden desentenderse de los
que viajan en los sollados. En definitiva, que el barco llegue a buen puerto o
que naufrague en su ruta, será por obra y gracia de todos los viajeros y de la
tripulación.
La vida nos muestra con excesiva frecuencia
como los supuestos seres superiores o
dictadores salvapatrias sostienen
tesis indefendibles y actúan fuera de toda razón, llevando a sus pueblos a la
ruina como nos muestra la historia que, siendo maestra de la vida, cuenta con
muchos alumnos desmemoriados.
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